Se abre una de las páginas de este “Nihiloma” (Liliputienses, 2020) con la palabra “alguien” emborronada, tachada por lo que parecen signos matemáticos, un rastro de programación congelado, el esqueleto de un virus informático, quizá un error en la distribución de la tinta en la impresora, quizá una mancha en nuestro ojo o un insecto minúsculo que anida y carcome el papel y la palabra. Esa palabra.
La palabra “alguien” proviene de la página anterior: “lee alguien”. Se ha quedado suspendida la palabra en esta otra impar para recordarnos que si existe es porque su negación existe: “No se trata de alguien, dice / alguien. No existe el caso aislado”.
Lo que sabemos, a estas alturas del libro, es poco: la mancha recoge palabras -¿al azar?, es dudoso, las infecciones tienen también su algoritmo- de páginas anteriores y las transporta a las siguientes. Como hace, a su modo, una profecía.
Inaugura “Nihiloma” una cita de aquel gran profeta que fue William Blake, un vaticinio en pasado, una maldición casi: “Nada podía romper la Red, ni con alas de / fuego; tan trabadas estaban las fibras, y tejidas / las mallas, como a medida del cerebro humano”. El recorrido por las páginas de Rubén Martín deberá hacerse “sin forma sin lenguaje”, atributos que pueden derivarse tanto de la oscuridad en la que nos movemos -la evolución de la infección, del parásito, de esta interrupción en la lectura que es la lectura misma está casi perfectamente cronometrada en la noche- como de los relatos que nos damos para intentar entender.
Es difícil entender, es difícil porque en esta oscuridad sin tregua tampoco tiene tregua el insomnio: apenas un par de sueños jalonan el discurso en torno al bug. Y si Conrad en “El corazón de las tinieblas” ya advertía que lo terrible del horror que contemplaba es que era un horror humano, este “Nihiloma” nos enfrenta a lo monstruoso y real, incluso lo real en lo virtual: no es un sueño, no, este error de lo perfecto está aquí, nos perturba, nos golpea.
Dormimos (o no), leemos, vivimos, atrapados en un bucle visual, un loop, que genera su propia destrucción, un ángulo de visión que incluye la catarata, el paisaje que genera su propia niebla. Lo que sólo ocurría en la tramoya, sobre el escenario, ocurre delante de nuestros ojos. “Ontodiálisis”, se llama, y, como advierte el autor, “No hay resultados”. El salto “de una psique celuloide / flexible / sin patrones definidos // permeable / traslúcida / a // psique digital” transforma las cosas, las regenera, ¿las degenera? También había errores en la naturaleza, también había insectos, también había mudez y tartamudeo y palabras sin correspondencia con lo real, dislexia, maneras de sentir que disentían -permítaseme el juego de palabras- de las palabras que nombran el mundo, de las palabras como colgajos, como apéndices, como entidades físicas, fisiológicas. En este daltonismo verbal, ¿es lo que vemos lo que está delante de la pantalla o la pantalla misma?
El idioma está disuelto, como está disuelto todo lo que aparezca dentro de este marco: ceros y unos. Con ceros y unos puede hablarse en latín, en alemán, en inglés, en español, puede establecerse un código musical, visual, táctil, un código que comprende lo humano, lo reproduce, lo trasciende, reproduce también sus errores, sus imágenes.
Precisa este libro no ser leído, ser contemplado. Es condición de su escritura serlo también en forma de imagen, de tachadura, de referencia visual donde el medio es tanto como el mensaje: likes, imágenes en HD, vídeos y sugerencias de búsqueda. Paratexto, hipertexto, metatexto, papel que es pantalla y mensaje que es error y nódulo. Al comienzo del lenguaje hay un error. “Nihiloma” apunta con el microscopio, con la herramienta del zoom, hasta ese pequeño origen. En la metástasis de las palabras, es decir, en su “cambio de lugar”, en su “cambio de estado”, reside su poder y su violencia.
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