Los aforismos de Nietzsche, tienen mucho que ver con el trabajo que realizaban los pintores barrocos: según donde uno sitúe el centro de gravedad de la pieza, la posible interpretación cambia, pero no tanto en lo esencial de lo escrito, como en la visión general, esto es, en los elementos que toman el centro de la escena y en aquellos que quedan más ocultos, menos visibles. Hablamos, de un juego de perspectivas, de esa forma tan sutil de obligar al que mira a leer de varias formas para encontrar en cada una de ellas algo nuevo, algo que se añade al tiempo que algo se pierde.
Para acercarnos al aforismo del que este tercer nietzscheario dará cuenta, aquel que vibra bajo el número 11 en El Anticristo: la maldición del cristianismo (1888), hemos decidido empezar a leer, a mirar el cuadro de ideas, tomando como centro la aparición del dios fenicio Moloch. Decisión que al principio puede extrañar, cuando sabemos que este aforismo no es otra cosa que un disparo contra Kant, contra su imperativo categórico. El cual Nietzsche define sin pelos en la lengua como la “bufonada königsberguense”.
¿Quién es Moloch? Nietzsche lo nombra de pasada, como si su llamada a escena sólo fuera un elemento decorativo, un ingrediente más para sazonar el argumento que nos presenta. El dios Moloch era una deidad fenicia, y su mito cuenta que al principio de los tiempos, y debido a una fatalidad, su espíritu se había convertido en materia, algo que hizo que se oscureciera por completo. Hundido en una nueva naturaleza, ya no era capaz de ver lo que antes sí podía: el mundo espiritual.
Para los fenicios, los hombres compartían la suerte del dios Moloch: la materia bloquea a nuestro espíritu y nos vuelve ciegos a la verdadera realidad de las cosas. De ahí que toda actividad digna, sólo será aquella capaz de liberar al hombre de la mayor cuota de materialidad posible. Una quita de lastre que nos permite ascender a una realidad, la espiritual, que es en donde el verdadero ser de las cosas se manifiesta. Otra vez, desde otra vía, el cuerpo y lo que éste es capaz, queda maldito, y el hombre debe, para mejorar, renegar de él.
El ritual fenicio dedicado a Moloch era realmente siniestro. El centro de la escena lo ocupaba una escultura de titánicas dimensiones hecha en bronce. Al dios se le representaba con cuerpo humano y con cabeza de carnero, y su interior estaba preparado para albergar una gran hoguera. Las ofrendas para el sacrificio se depositaban en sus brazos y mediante un mecanismo los sacerdotes las hacían subir hasta que entraban por la boca de la estatua y caían en las llamas.
¿Qué es lo que ardía dentro de Moloch? ¿Frutas, diversos objetos, animales pequeños o fragmentos de uno grande antes sacrificado y descuartizado? No, lo que los brazos de Moloch introducían en su boca no era otra cosa que niños recién nacidos. Y para que el llanto de las criaturas al arder vivas no se escuchara, un grupo de sacerdotes tocaba feroces melodías con tambores que ahogaban el sonido de la queja. Que el objeto del sacrificio fuera un bebé, no era ni mucho menos casual, la elección estaba íntimamente relacionada con el mito de Moloch, con la “terrible” transformación de su espíritu en materia. Y es que el recién nacido, representaba el momento en el que el hombre está más hundido en su cuerpo y por tanto más alejado de su espíritu. En una palabra, se encuentra en su estado más embrutecido y, porque no decirlo, perverso. El sacrificio ayudaba al dios Moloch a recobrar parte de su espíritu, y la recompensa por tan buen servicio, no era otra que entregar al hombre fórmulas para lograr elevarse del mundo material al espiritual. Asistimos así, a una variante del gnosticismo. Ahora bien, el saber que el dios entregaba a sus sacerdotes debía estar bien custodiado, y ellos, cuota de poder y dinero mediante, debían revelarlo y enseñarlo con “prudencia”. Sí, hay salvación, pero ésta sólo está reservada para los iniciados, para aquellos que entran en el juego de la casta sacerdotal.
El dios Moloch, por su historia, por lo que su mito revela, simbolizaba entre los fenicios el proceso de abstracción, y esa es una de las razones por la cual Nietzsche lo saca al ruedo en su ataque contra el imperativo categórico kantiano. Pero no la única, porque la fórmula que el hombre más puntual de todo Könisgberg acuñó, también está vinculada con la necesidad que Moloch tenía de sacrificios. Pero en este caso, los tiernos bebés que en su interior arden, no son otros que nuestra individualidad y nuestro placer.
Para Nietzsche, la virtud, y el bien a la que ella remite, debe ser una invención personal, algo que el hombre debe acuñar por y para él. Una exigencia que responde a lo que en último término este filósofo entiende por moral, que no es otra cosa que la forma en la que el hombre cumple con la exigencia del oráculo de Delfos: “llega a ser el que eres”. De este modo, la moral es entendida por su doble funcionalidad: por un lado, permite al hombre elegirse y hacerse -erigir su individualidad-, y por otro, defenderse del mundo y de los otros. De ahí que Nietzsche escriba que en último término, toda virtud es un dispositivo de “personalísima legítima defensa y estricta necesidad”. Apuesta la nietzscheana que nos recuerda a uno de los usos que de la palabra “desmoralizado” se hace en castellano: alejado de lo que uno es, de aquello que uno ha elegido para sí, y, por tanto, debilitado. Ortega lo describió excelentemente:
“Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, ni hinche su destino”
Por el contrario, el hombre que ha conquistado una moral propia y que cumple con ella, es premiado por algo que en la filosofía de Nietzsche suele ser siempre una buena garantía: el placer y el incremento de la fuerza vital.
En el aforismo que hoy trabajamos podemos leer: “¿Qué cosa destruye más rápidamente que trabajar, pensar, sentir sin necesidad interior, sin una íntima elección personal, sin un placer, como autómata del deber?”. Y desde esta pregunta, desde el esbozo de la comprensión que Nietzsche tiene de la moral y con el dios Moloch presente, comienza el golpe a la moral kantiana, el asalto a “bufonada königsberguense”.
Asustado por lo perdido en su Crítica de la razón pura, Kant se lanza desesperado a salvar la moral, y además, desea para ella una salvación a lo grande. Así, para logar que su reformulación racionalista del leitmotiv cristiano tenga validez universal, se entrega a la abstracción y, por tanto, a la impersonalidad. Ya no se trata de que cada hombre se elija al darse unos valores, esto es, una forma de ser y hacerse, sino que cumpla con una máxima que, por ser pura forma, está completamente vacía: nos nombra a todos pero no se identifica con nadie. Así, el primer peligro de la “salvación” kantiana, es que el hombre pierde la posibilidad de llegar a ser único, de conquistar una individualidad, o lo que es lo mismo, un rostro moral y anímico personal e intransferible. La geometría se establece en el campo de la moral, ya que toda acción acorde con el imperativo categórico es en una fábrica de homogeneidad. Pero la herida es más profunda, porque al exigir que el hombre renuncie a su deber personal a favor del deber general, el principio de toda acción ya no se sitúa en nosotros sino en el exterior, lo que trae como pago obligatorio el fin de todo goce vinculado con la acción. Puesto que lo que hacemos ya no está regido por una necesidad interior, sino por el peso del deber general, el encuentro con el placer se torna imposible. Una perdida que Kant no pasó ni mucho menos por alto, y que tan siquiera entendió como una renuncia necesaria, sino que su mente, intoxicada por el puritanismo, tomó la perdida como una señal de que estaba haciendo lo correcto.
Nacido bajo el signo de Moloch, la abstracción, el imperativo categórico nace y avanza. Los sacerdotes suben los brazos articulados de la gran representación hecha en bronce, suenan los tambores, y por su boca, directos al fuego que baila en su estómago, caen tanto nuestra individualidad como el placer de lograrla y ejercerla en cada acción. Pero hay algo más, ya que la moral kantiana tiene otra relación con Moloch, porque si el dios fenicio exigía como sacrificio a bebés, hombres y mujeres en potencia, el imperativo categórico quiere para sí lo mismo, ya que bajo su peso, bajo la llamada al deber general, toda individualidad queda abolida desde bien pronto. Así, el “buen ciudadano” es aquel que ha renunciado a sí mismo, a su individualidad, y que “trabaja, piensa y siente sin necesidad interior, sin una íntima elección personal, sin un placer”, o lo que es lo mismo, como autómata del deber. De este modo, la mayoría de edad reclamada por Kant en ¿Qué es la Ilustración?, que estaba asociada, recordémoslo, con la autonomía, se torna del todo imposible. Y así, en el caso de Kant, el bebé sacrificado no es otra cosa que la imposibilidad de llegar a ser adultos, es decir, autónomos. Lo que hace a Nietzsche incluirle en la lista de filósofos contaminados por el instinto teológico. La razón será doble, primero, porque el imperativo categórico atenta contra el placer y el crecimiento de la fuerza vital, y segundo, porque recae en aquello de lo que huía, en la fórmula que toda religión guarda: una llamada permanente a la minoría de edad. Sí, Kant demostró que los argumentos de los vendedores de trasmundos estaban, como el emperador del viejo cuento, desnudos, pero al final, tal vez asustado de sí mismo, perdió la batalla en el campo de la moral. Y claro, Nietzsche no se lo perdona y le dedica esta lindeza:
Kant se volvió idiota, ¡y era un contemporáneo de Goethe!¡ Y esa fatalidad de araña fue considerada como el filósofo alemán por excelencia y lo es aún!”
Sr Muñoz:
Me parece un buen artículo para entender la discusión de estos filósofos que admiro. Me gustaría saber donde puedo suscribirme para saber más.
Gracias.
Gracias Lucy.
Este es el tercer nietzscheario que publico. Los puedes encontrar dentro de la categoría Pensamiento en la subcategoría «opinión». Y en nuestra página de Facebook puedes recibir las notificaciones o en nuestro perfil de Twitter.
P.D: Rebelión, bello apellido postizo.