“Dejar de pensar en uno mismo”, así titula Nietzsche el aforismo número 133 de su Aurora, un aforismo que busca ser la demostración de esta sentencia: compasión, a ese animal yo le llamo egoísmo.
Dos preguntas nos reciben nada más poner nuestros ojos en él: “¿por qué se salta al agua tras un hombre que ha caído a ella si no hay nada que nos ligue a él?”, y “¿por qué se siente dolor y malestar con uno que esputa sangre, aun cuando se esté enfadado con él y se sienta hostilidad?” La respuesta para ambas será la misma: por compasión. Un concepto, nos dirá Nietzsche, cuya definición es conocida por todos, y que reza así: somos compasivos cuando dejamos de pensar en nosotros mismos y pensamos exclusivamente en el otro.
Ese “es conocida por todos”, entre los maestros de la sospecha, es la puerta que siempre se elige para entrar, y eso hace Nietzsche. Así, “conocida por todos” será por él traducida por “hija de la irreflexión”. Nos dirá que algo olvida, algo que la hace ser mitad verdadera y mitad falsa. Pero no estamos ante una paradoja, sino ante niveles distintos de lo que somos, ya que en el acto compasivo conscientemente dejamos de pensar en nosotros mismos, pero inconscientemente lo hacemos y además de una manera marcada por la intensidad.
¿Qué nos ocurre al encontrarnos con alguien sufriendo? Nietzsche dirá que nos ofende, ya que el sufrimiento del otro sale a nuestro paso y nos impide continuar, nos interpela y su llamada nos produce un constreñimiento al que estamos obligados a dar respuesta. Ahora bien, ese constreñimiento, ese dolor, nada tiene en común con aquello que siente la persona que hemos encontrado sufriendo, es una pasión cuya verdadera génesis apesta demasiado a nosotros mismos. Hablamos de un miedo multiplicado por tres: miedo al deshonor, ya que al no ayudar podemos ser criticados; miedo a nuestra impotencia, es decir, a querer ayudar pero ser incapaces de hacerlo; y por último, el miedo que en nosotros despierta lo que vemos: el sufrimiento del otro nos recuerda lo frágiles que somos y cómo nuestra suerte puede cambiar en cualquier momento. ¿Qué queda ahora del sufrimiento que el otro siente? Para Nietzsche, absolutamente nada. De este modo, el dolor del otro sólo es un estimulo, una mera excusa, para pensar en nosotros.
Pero aún queda algo más, ya que todavía no hemos salido de nosotros mismos, no hemos ayudado al otro, y en este segundo paso tenemos algo más que decir, porque al pasar a la acción, al ayudar al prójimo salvándole o calmando su dolor, no hacemos otra cosa que seguir pensando en nosotros mismos, puesto que con esa acción logramos liberarnos del constreñimiento generado, convirtiéndolo incluso en un acto placentero. Así, mientras ayudamos, el miedo al deshonor se convierte en el placer de estar ya escuchando los aplausos y los halagos de los que nos rodean; el miedo a la impotencia, se convierte en el goce de vernos capaces y de sentir como nuestra acción –la encarnación de nuestra voluntad de poder- pone fin, y utilizo las mismas palabras que Nietzsche, “a una injusticia humillante”; y por último, también recibimos placer al contemplar que la situación que resolvemos es antitética a la nuestra, es decir, que si bien nosotros también somos también frágiles y estamos expuestos a los reveses del destino, en esta ocasión no es nuestro turno y debemos disfrutarlo.
Después del análisis, Nietzsche dirá que no se entiende cómo el lenguaje intenta atrapar en una sola palabra, “compasión”, a un ser tan polifónico, y que en su verdadero nombre, caída ya toda máscara, no debería ser otro que el de egoísmo. Egoísmo, porque la pasión que genera sólo y exclusivamente responde a nosotros, y egoísmo, porque al ayudar sólo buscamos liberarnos de la carga generada y al hacerlo obtener placer.
Pero la investigación no se detiene ahí, ya que la compasión ha sido, y es, tema central de la moral, tanto la establecida por el judeocristianismo como aquella que otros filósofos intentan “instaurar” -el guiño, un guiño cargado de acidez, se dirige a su exmaestro Schopenhauer. Pero antes de poder llegar al punto álgido, Nietzsche contrapone al compasivo, a ese egoísta enmascarado, con el egoísta puro. Porque sólo así podrá hacer la pregunta que tanto está deseando hacer.
El egoísta puro, sin máscara, será definido por “una imperturbabilidad estoica”, cuyo anclaje, justificación, responde a una máxima doble: “que cada cual se ayude a sí mismo y juegue sus propias cartas”, porque “que los demás sufran no le parece injusto puesto que también él mismos ha sufrido”. Ahora la deseada pregunta puede llegar: ¿por qué al compasivo le llamamos “bueno” y al egoísta “malo” cuando ambos no hacen otra cosa que pensar en sí mismos sacando al prójimo de su verdadero interés?
Aquí, Nietzsche realiza un giro muy propio de su búsqueda, que no es otro que el de hilar muy fino hasta que llega el momento de sentenciar. Porque si aplicamos su forma de trabajo a su conclusión, a esa afirmación de que tanto el compasivo como el egoísta, por estar ambos movidos por el mismo impulso, deberían ser indistintamente tildados de «malos», llegamos a un punto bien diferente. De este modo, podemos señalar que si analizamos al compasivo, a ese egoísta enmascarado, y al egoísta puro desde el punto de vista de los resultados, la diferencia entre ambos es insalvable. ¿Por qué llamar a uno “bueno” y a otro “malo”? Porque si pensamos estos términos no desde una dimensión moral marcada por unos valores abstractos y metafísicos, sino marcada por valores concretos y prácticos, como tantas veces Nietzsche nos insta a hacer, nos encontramos que “bueno” es lo que es “útil” para la vida, lo que la hace seguir, continuar y mejorar, y malo lo contrario. Pues bien, tomando esta medida como punto desde el cual decidir, la acción del compasivo tiene una función práctica que la del egoísta puro no tiene, ya que ayuda a que la vida del que sufre o está en peligro pueda “seguir, continuar y mejorar”. Mientras que la indiferencia del egoísta puro no resuelve, en términos prácticos absolutamente nada. Así, desde la categoría de utilidad, de lo vitalmente útil, podemos decir que el compasivo es “bueno” y que el egoísta es “malo”. Y si salimos del marco meramente individual, si ampliamos nuestra mirada a un punto de vista evolutivo en términos de especie, de nuevo la utilidad del compasivo frente a la inutilidad del egoísta se torna innegable.
Este aforismo nos pone de nuevo ante la eterna decisión entre la fuerza y la compasión, tema recurrente tanto en Nietzsche como en numerosos pensadores anteriores y posteriores a él. Lo que sí podemos decir en el caso del padre del aforismo que hoy hemos trabajado, es que la encrucijada fuerza/compasión le hizo pasar verdaderos estragos vitales, porque una cosa es el texto y otra la vida. Como punto final a ella, a esa tensión mantenida y no resuelta, cabe recordar, de manera irónica y su contrario, el famoso episodio en el que un Nietzsche enloquecido se abraza a un caballo para que su dueño deje de golpearle. Ahora bien, esa llamada nietzscheana a la fuerza no es ninguna caricatura, tiene un sentido que también debe ser recordado. Porque bajo ese “que cada uno juegue sus cartas” y esa llamada a un “sufrimiento justo”, en sentido de sufrimiento necesario, se esconde una enseñanza decisiva: hay un punto de soledad al que no podemos renunciar y al que nadie, por mucho que nos quiera, por mucho que se apiade, puede llegar. En relación a ese “que cada uno juegue sus cartas” tiene que ver con la soledad que en última instancia acompaña a toda decisión, a todo elegir un camino, y al peso que esa elección genera. Y nadie, absolutamente nadie, podrá nunca aligerar esa carga. El boxeador está, al final y por muchos aplausos y gritos de apoyo que reciba, solo ante su rival. En cuanto al dolor justo, al dolor necesario, es aquel que nos acompaña por el mero hecho de estar vivos y por participar en lo que la vida significa. Él debe ser sólo nuestro, e intentar cargárselo a las personas que nos acompañan no es otra cosa que o bien un acto de cobardía y debilidad, o bien un acto marcado por un error doble: la idea de que ese dolor puede ser paliado por los que nos rodean, y la idea entre los que nos rodean de tener la obligación y la capacidad de paliarlo.
En definitiva, la encrucijada fuerza/compasión tiene mucho de irreal, ya que no estamos obligados a elegir entre una opción vital u otra, sino más bien en combinarlas, algo cuyo éxito dependerá exclusivamente de nuestra pericia personal. Pero lo que debe quedar claro, es la falsa oposición de dos conceptos, de dos actitudes vitales, que en verdad deben convivir día a día, minuto a minuto, dentro de nosotros.
Posible respuesta a esto en nota 2 de Investigación del conocimiento humano de Hume, en Alianza.