Nando López y el valor de normalizar lo LGTBI en libros y escenarios

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En la imagen una parte de la potente portada de “la edad de la ira”, que apareció firmada por Fernando J. López, ahora conocido como Nando López

Hace unos días mi hijo Gon me comentó que Nando López había acudido al centro donde él da clases de filosofía. Venía gratamente sorprendido, y se preguntaba por qué no había escrito nada sobre su teatro. Había buscado en internet y no encontró nada. Yo le aclaré que a Nando lo conocí como Fernando, y que tanto interés puse en Cuando fuimos dos que, cuando se cerró Travelarte, recuperé el material escrito sobre la pieza y lo llevé a Tarántula Cultura. Como la memoria es volandera, recordé entonces lo que supuso la aparición de La edad de la ira y cómo fue el proceso de la obra protagonizada por Felipe Andrés y David Tortosa.

Nando J. López supo hacer de su escritura un medio valioso para contar lo que estaba, lo que ocurría en las aulas y fuera de ellas, y que no tenía reflejo en los libros. Con La edad de la ira nos entregó una novela de intriga que atrapaba por su ritmo implacable y, al mismo tiempo, dejaba al descubierto el mundo docente, con sus rutinas, sus silencios y sus violencias latentes. Lo que parecía un thriller adolescente escondía algo mucho más profundo: la irrupción de personajes homosexuales en un relato que no los trataba como excepción, sino como parte de la vida que late en las aulas y fuera de ellas.

Ese gesto, que hoy puede parecer sencillo, fue en su momento un salto enorme. Porque Nando no escribió proclamas ni lanzó discursos; eligió algo mucho más poderoso: mostrar lo que había. Un chico, un profesor, sus deseos, sus miedos, el peso de la homofobia. La fuerza residía en esa naturalidad que convertía la diferencia en parte del paisaje humano, sin imposturas ni panfletos. Así, sin levantar la voz, la novela abrió un camino de visibilidad que se multiplicó en lectores jóvenes, en profesores, en quienes encontraron en ella un reflejo de lo que hasta entonces se ocultaba.

Los actores Felipe Andrés y David Tortosa, en una imagen de @David Elcano Villanueva, que se hicieron para la entrevista en la que hablaban de “Cuando fuimos dos”
Los actores Felipe Andrés y David Tortosa, en una imagen de @David Elcano Villanueva, que se hicieron para la entrevista en la que hablaban de “Cuando fuimos dos”

Esa misma verdad se trasladó después al teatro. Cuando fuimos dos puso en escena la intimidad de una pareja de hombres con ternura y desgarro. Recuerdo haber estado en aquellas primeras funciones en salas del circuito off, cuando cada butaca ocupada era un triunfo. Allí se programa sin apenas publicidad, la promoción depende del boca a boca y, por la abundancia de estrenos, es un territorio al que la prensa acude poco. Además, suele ofrecer funciones un día por semana, lo que a menudo desorienta al público; de su respuesta depende que la obra continúe o no. En la medida de mis posibilidades, desde otros medios en los que escribía y desde Tarántula, reseñé la obra e incluí entrevistas con Felipe Andrés y David Tortosa. También asistí, por cortesía de ellos, cuando la pieza llegó al Teatro Infanta Isabel, uno de los pocos teatros de corte clásico que siguen programando, fundado en 1916 y lindero con el barrio de Chueca. Allí, la obra se representó con el mismo latido emocionado que había tenido en las pequeñas salas, pero ahora llenando un teatro para todo tipo de público. En ese tránsito se confirmaba que Nando había llevado al centro del escenario lo que durante tanto tiempo había permanecido en los márgenes: el amor entre dos hombres contado con la misma hondura, la misma universalidad y la misma fragilidad que cualquier otra historia de amor.

Se habían representado otras obras, de otros autores de prestigio, con visibilidad explícita —como debía ser—, pero rara vez trascendían más allá del propio colectivo. El “mariquita” como recurso cómico en el teatro comercial fue un clásico, pero la verdadera normalización pasaba por mostrar que en el mundo de las aulas, de la escritura, de la medicina, de la abogacía o de los dependientes de las desaparecidas tiendas de ultramarinos, también estaban presentes, y ese punto es su acertada novedad.

En la imagen la actriz Roció Vidal en “Los amores diversos”, decía en mi crítica: Fernando J. López, aborda un drama sin recrearse en él ni restar hierro, y acierta.
En la imagen la actriz Roció Vidal en “Los amores diversos”, decía en mi crítica: Fernando J. López, aborda un drama sin recrearse en él ni restar hierro, y acierta.

No quiero distraer la atención de esta crónica ni ahogarla con datos, títulos y fechas. Me interesa situarme en el umbral de una carrera sólida como escritor y dramaturgo, recordar aquella novela y aquella obra de teatro, y dejar constancia de su importancia. Sin entrar en su trayectoria posterior, sí quiero apuntar que también se ocupó de las mujeres que amaban a otras mujeres, y me atrevo incluso a citar un título: Los amores diversos.

Hoy, cuando parece que se ha avanzado tanto en visibilidad, sus textos siguen recordándonos algo esencial: que la verdadera conquista no está en el ruido de los discursos, sino en la naturalidad con que se narran las vidas. La literatura de Nando López nos enseñó —y aún lo hace— que, a veces, basta con mirar de frente y escribir lo que existe.

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Luis Muñoz Díez

Desde que me puse delante de una cámara por primera vez a los dieciséis años, he fechado los años por películas. Simultáneamente, empecé a escribir de Cine en una revista entrañable: Cine asesor. He visto kilómetros de celuloide en casi todos los idiomas y he sido muy afortunado porque he podido tratar, trabajar y entrevistar a muchos de los que me han emocionado antes como espectador. He trabajado de actor, he escrito novelas, guiones, retratado a toda cara interesante que se me ha puesto a tiro… Hay gente que nace sabiendo y yo prefiero morir aprendiendo.

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