Nadando a casa, de Deborah Levy

Nadando a casa, de Deborah Levy

La Tarántula, diciembre de 2015 

Querido A… ¿También tú sufres el azote de esa gran bestia parda de nuestro tiempo, esa pandemia galopante llamada «depresión»? ¿Al fin llegaron sus largos tentáculos a esa isla de ensueño y ficción a la que has ido a esconderte?

Verás en el libro que hoy te envío unas líneas subrayadas con especial ahínco, casi con saña o mala leche. Bueno, no tanto, pero es verdad que subrayé esas palabras volcándome sobre el libro como se vuelca el grabador sobre la plancha de cinc, como el tatuador sobre la espalda desnuda… Aquí te las adelanto:

«No soporto a la GENTE DEPRESIVA. Es como un trabajo para ellos. Es lo único a lo que se dedican en cuerpo y alma. Ay, qué bien, mi depresión está fenomenal hoy. Ay, qué bien, hoy tengo un nuevo síntoma misterioso y mañana tendré otro. Los depresivos están llenos de odio y mala bilis, y cuando no sufren ataques de pánico, escriben poemas. ¿Qué quieren que HAGAN sus poemas? Su depresión es la cosa más VITAL que hay en ellos. Sus poemas son amenazas. SIEMPRE amenazas. No hay sensación más feroz ni más activa que su dolor. No dan nada a cambio, solo su depresión».

Son palabras de Joe Jacobs, poeta célebre, marido infiel, padre regular y caballero depresivo andante, que protagoniza esta novela hermosa y delicada y otra vez hermosa. Todos los días, es cierto, traen bajo el brazo su particular calamidad, su infortunio cotidiano, perdón por el pesimismo, y uno bastante habitual es el encuentro o roce con el depresivo de turno, el deprimido ambulante, a quien saludamos y sonreímos y escuchamos superficialmente; a quien, en fin, toleramos de mala gana mientras pensamos si no habría sido mejor cruzarnos con un tren de mercancías. Otra calamidad también frecuente es la llamada de la madre o tía o suegra que tiene encima a los caballos de la depresión y una mañana interminable por delante, estas mujeres que cuando ya no pueden más se acuerdan de ti, que eres un chico atento y sensible, y te llaman y te cuentan, y tú miras el reloj, acercas una silla, piensas en la de cosas que querías hacer…

La depresión: una contrariedad como cualquier otra pero más, un monstruo-espejo que no hay manera de mantener tranquilo en su madriguera, algo tan inevitable y voluble como el parte meteorológico y el sol que nos calienta, o la lluvia que nos moja, o el viento que nos sopla hoy aquí y mañana por allá, tanto si quieres como si no.

«Nadando a casa», editado por Siruela en su colección 'Nuevos Tiempos'

«Nadando a casa», editado por Siruela en su colección ‘Nuevos Tiempos’

Pero no sé por qué te cuento todo esto, pues no me parece que se justifique ni en las palabras de Jacobs ni en la contraportada de Nadando a casa, donde se dice y se repite que este libro trata sobre «temas oscuros como la depresión y la pérdida» y también «sobre el insidioso efecto de la depresión en personas aparentemente estables y distinguidas». Tampoco sé si entiendo eso de ‘estables y distinguidas’, a lo mejor es que no quiero entenderlo. Pero sí, hay que ponerle nombres a las cosas, esa es otra calamidad sin remedio, y encima o debajo o al lado nuestro está el animal, planta o cosa a la que le hemos puesto por nombre «depresión», eso que día sí día también nos ronda un poco el corazón, y nos tienta y nos seduce y se nos pone a tiro. Mas sabemos que poner nombre, «denominar», es siempre un ejercicio de reducción, de simplificación, algo que comporta a su vez la reducción de nuestro pensamiento y una indeseable simplificación de nuestra mirada sobre el mundo y nuestras cosas. Llamar árbol a un árbol, o pena a nuestra pena, es necesario e inevitable, pero es también causa y efecto de una contracción de nuestra inteligencia y de nuestra emoción, la drástica minimización a tamaño coleccionable de cosas que son mucho más grandes que nuestra capacidad de decirlas.

Si esto es por lo menos un poco así, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de depresión? O mejor: ¿qué ocultamos, de qué no estamos hablando ni queremos hablar ni que nos hablen cuando hablamos de depresión? Y por centrarnos un poco: ¿acierta, siquiera remotamente, la contraportada cuando afirma que es de la depresión de lo que habla Deborah Levy en Nadando a casa? Punto y aparte.

Deborah Levy, autora de «Nadando a casa»

Deborah Levy, autora de «Nadando a casa»

Kitty Finch, el personaje con el que colisona el célebre y depresivo poeta Jacobs, es una joven a la que le gustan las plantas y estar desnuda. Es botánica o algo por el estilo y estudia y colecciona plantas; y le gusta estar desnuda porque desnuda es como mejor se está, eso lo sabemos todas y peor para quien no lo entienda. Además de coleccionar plantas y estar desnuda, Kitty Finch escribe poemas: versos caóticos e intensos como ella misma, poemas en los que las palabras se precipitan en cascada para flotar luego a la deriva sobre el papel, como flotan la chatarra en el espacio y los grumos en la sopa. Kitty Finch, botánica y poeta y chica desnuda, tiene el pelo cobrizo y larguísimo y es preciosa, por supuesto, y también tiene algo —lo tiene todo— de muñeca rota y niña perdida que vaga por el mundo con su vacío y sus cosas, y un día aparece flotando (desnuda, huelga decirlo) en la piscina de la casa de veraneo donde pasan sus vacaciones los Jacobs en compañía de unos amigos. Flotando en la piscina, a la deriva, el largo cabello de Kitty Finch se despliega como los filamentos de una medusa y podría estar muerta, podría estar ahogada como lo estaría el ciervo o la rata que se acercaron a beber y resbalaron y no pudieron salir. Pero no, Kitty Finch no está muerta, no está ahogada. Sólo está flotando, sólo está desnuda.

Así más o menos empieza Nadando a casa y el resto es el relato delicado y triste y bonito del modo en que Kitty Finch, con su flipante pelo rojo y su cuerpo desnudo y su propia depresión (o lo que sea), impacta y revoluciona las vidas de quienes hasta entonces pasaban sus vacaciones más o menos plácidamente. Los Jacobs, que también tienen lo suyo en cuanto a rarezas y depresiones (o lo que sean), son Joe, el poeta, e Isabel, reportera de guerra, además de su hija Nina, adolescente. Todo el mundo tiene su lado o cuarto oscuro, ya se sabe, su tramoya de los trastos y sus particulares desórdenes y suciedades. Los de Nina tienen que ver con ese estupendo lío que son los catorce años, ese nudo gordiano; los de Isabel, con su condición de madre ausente que se ha pasado la infancia de su hija de guerra en guerra, huida y desentendida; y los de Joe, con sus infidelidades constantes y la malas digestiones de la celebridad literaria, y escarbando un poco más, con su condición de prematuro huérfano, de niño polaco y judío trasterrado a Inglaterra y separado de sus padres, que fueron devueltos a la insania y el horror nazis. De esa herida abierta sigue manando sangre negra y tristísima, y en ese inestable polvorín cae Kitty Finch con su largo pelo rojo y su poca o ninguna ropa. Y además resulta que es una devota admiradora de la obra de Joe Jacobs, poeta célebre y marido infiel y huérfano eterno. He aquí otro pasaje triste y hermoso y medular, aunque no me atreví a subrayarlo, ni a tocarlo casi… Más aún: presta atención porque lo que voy a poner ante tus ojos es el corazón mismo de esta triste y joven y hermosa novela desnuda, mira cómo late:

«[Joe Jacobs] Había confesado a sus lectores que sus tutores le habían enviado a un internado y que solía observar a los padres de sus compañeros cuando se marchaban los días de visita (los domingos); si sus propios padres le hubieran visitado también, él habría permanecido de pie para siempre en las huellas que habrían dejado los neumáticos de su coche en la tierra. Sus padres eran visitantes nocturnos, no diurnos. Se le aparecían en sueños, que él olvidaba al instante, pero él creía que lo estaban buscando. Lo que más le preocupaba era que quizá no conocieran suficientes palabras en inglés entre los dos para hacerse entender. ¿Está Jozef mi hijo aquí? Lo hemos buscado por todo el mundo. Él los había llamado llorando y más tarde había aprendido a no hacerlo porque no los había conseguido traer junto a él».

A ese niño huérfano y solo, perdido en el bosque de la vida adulta, caído en la ciénaga putrefacta de la fama literaria, busca y seduce y acoge Kitty Finch con su cuerpo y su pelo, etcétera, y el resto no lo podemos decir, no lo podemos ni insinuar sin cometer el pecado mortal que supondría correr el velo del argumento. Pero yo te diría que lo leyeras atenta y delicadamente, que lo contemples y te regocijes como contemplas y te regocijas ante los números de patinaje artístico o natación sincronizada. Eso mismo.

Portada de la edición original, publicada por Faber and Faber

Portada de la edición original, de Faber and Faber

Nadando a casa tiene toda ella un infrecuente aire de ligereza, la urgencia del que tiene poco tiempo y mucho que decir, y también una desnudez perturbadora, una desnudez magnífica y simplísima, como si la hubiera escrito la propia Kitty Finch tumbada en el jardín, mordisqueando una manzana. Las escenas son breves y los cambios de escenario constantes, según eso que algunos desinformados llaman «estilo cinematográfico», como si el cine no lo hubiera copiado todo, es decir TODO, de la literatura. Y da la impresión de que a la narradora le importa mucho más aproximar el foco a los detalles que la visión de conjunto de la historia, reducida a cuatro brochazos. Una mirada naturalista (el calificativo es aquí especialmente oportuno) que se nutre asimismo de la voz fresca y distinta y personal de Deborah Levy, de su buen surtido de pequeños, discretos hallazgos verbales que agradecerás especialmente, lo sé, como los agradezco yo mismo. Por ejemplo:

«La joven era una ventana que esperaba que entraran por ella. Una ventana que, a su parecer, ya estaba un poco rota de todas maneras».

O bien:

«Los rizos cobrizos de su larga y despeinada melena, que le caían por los hombros, semejaban un maravilloso sueño que él podría haberse inventado para levantar el ánimo».

O también:

«Llevaba un vestido corto azul y pequeñas plumas blancas en el pelo, como si su almohada hubiese reventado durante la noche».

Etcétera y asimismo un espléndido muestrario de personajes secundarios: Mitchell, que colecciona armas antiguas y caza y mata pájaros y otros animales porque «me distrae de las cosas»; la anciana Madeleine, que «cambió una vida respetable de infelicidad por la infelicidad nada respetable de ser una mujer que había cortado todo vínculo con el amor»; Jurgen, el hippie, que fuma hierba y está enamorado de Kitty y en su cabeza sólo hay «sexo, drogas, budismo como medio para alcanzar la plenitud, nada de carne, nada de vivisección, Kitty Finch, nada de vacunas, nada de alcohol, Kitty Finch, pureza de cuerpo y alma, remedios naturales, tocar la guitarra con slide, Kitty Finch, convertirse en lo que Jack Kerouac llama “un buen salvaje”».

Termino y termina esta correspondencia, como dijimos hace doce meses. Sólo déjame que te pregunte, querido amigo: ¿por qué a veces vemos venir hacia nosotros a los caballos desbocados de la depresión, y no nos apartamos? ¿Por qué nos quedamos parados mientras la negra manada y su turbia polvareda se nos echan encima? ¿Por qué llegamos incluso a querer sentir de nuevo el daño frío de sus cascos, sus aturdidoras mazas, lo minuciosamente bien que consiguen reducirnos, anularnos…?

¿El libro que leía Kitty Finch antes de decidirse a volver «nadando a casa»?

¿El libro que leía Kitty Finch antes de decidirse a volver «nadando a casa»?

Este es el último libro que te envío y su título podría parecerte casual pero no lo es: Nadando a casa… Cómo si no, adónde si no. Después de haber intimado con Kitty Finch, lo cual había sido para él «un placer, un dolor, una conmoción, una experiencia, pero, sobre todo, había sido un error», Joe Jacobs oye a Kitty decir:

«La vida solo merece la pena porque tenemos la esperanza de que irá a mejor y de que todos llegaremos a casa sanos y salvos».

Eso le dice Kitty a Joe, y luego remata:

«Pero tú lo intentaste y no llegaste a casa sano y salvo. De hecho, ni siquiera llegaste a casa. Por eso estoy yo aquí, Josef. Vine a Francia para salvarte de tus propios pensamientos».

Querido A., querido niño perdido… Ya es Navidad: te espero, te esperamos en casa, sano y salvo. Aunque tengas que volver nadando.

Tuyo, siempre:

Alberto

Autor

Alberto R. Torices (Guernica, 1972) es autor del libro de cuentos Los sueños apócrifos (2009), la novela corta Piel todavía muy blanca (2005) y la selección de relatos Yo, el monstruo (2002). Ha recibido entre otros premios el de Narración Breve UNED (2009) y el de Novela Corta ‘Tierras de León’ (2004). Formó parte del equipo editor de la revista The Children’s Book of American Birds que publicó el Club Cultural Leteo entre 2005 y 2010.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *