Imagen de Álvaro Cunqueiro facilitada por Daniel María
Por Daniel María
La buena mesa y la buena literatura se miden en el estómago. A la necesidad del alimento se suma el calor del placer, y es esto último lo que invita a comer solo o acompañado, a platicar sobre la mesa o a sumirse en el silencio de los aromas, a compartir mantel, a desplegar sobre la blanda arena o la tierra húmeda del monte los manjares llevados hasta allí. Bajo el cielo todo acontece, esto es casi un mandamiento; mas en la literatura, como en la gastronomía, los sentimientos afloran desde una misma raíz: la fascinación que une a los libros y a los calderos.
Entre pucheros anda el Señor, escribió Santa Teresa; diríamos también que las musas andan entre cocciones y lecturas. Por fortuna, un autor imprescindible, poeta, mago y alquimista de las letras, como fue Álvaro Cunqueiro, aunó entre los ingredientes de su sensibilidad la tradición oral, la pulcritud intelectual y los fogones, de tal modo que elevó a los altares de la gran literatura las alusiones al placer de comer, a la aventura de cocinar y a la insaciable acción de alimentar el cuerpo.
Cunqueiro nos regaló la biblia gastronómica de nuestra cultura, su bellísimo libro La cocina cristiana de Occidente (1969), un recetario a caballo entre el ensayo, la etnografía, el cuento y el anecdotario. Más preciso, decidió elaborar un plato consistente y sentimental que fue su A cociña galega (1973). Este último es uno de esos libros que se escriben desde la vivencia y el recuerdo, un ejercicio de memoria hilvanado con la siempre milimétrica exploración de la cultura popular. En muchas recetas se introduce un ingrediente a priori inapropiado, desligado del tono ordinario, pero que supone el añadido de contraste que fortalece al gusto primordial. Es lo que ocurre con la pera en el puchero canario, la gota dulce en el abigarrado concierto de verduras. Acudo al puchero canario para abrazar, de sur a norte, uno de los platos más importantes de la gastronomía gallega: el cocido, a quien Cunqueiro dedica especial atención.
En Lalín el cocido adquiere una dimensión cultural e identitaria que lo convierte en un emblema del profundo carácter gallego. Cunqueiro especificó que se necesitan tres fuentes para servirlo y, aunque recoge en él productos de la tierra como los grelos, las patatas y los garbanzos –y excepciones culminantes como la ternera y la gallina–, es el cerdo en su dimensión total quien descansa en el cocido su naturaleza libertaria, quien aporta, incluso, su alegría hecha carne. Aquí abajo, en el extenso bosque del Atlántico, decimos que del cochino se aprovecha hasta la risa.
Las secretas galerías entre la sensibilidad gallega, su corazón de monte y mar, y las islas Canarias, están íntimamente ligadas. Nuestras gastronomías se cubren de niebla y de sal, según la zona que habitemos, y se han convertido, qué duda cabe, en expresiones culturales enlazadas con un carácter, una historia y unas costumbres que hacen de cada fogón una botica, un cuento y un plato.
Cunqueiro aunó las tres grandes dimensiones de la cocina gallega: la curación de dolencias, la fascinación de historias orales –meigas y santas compañas, que en Canarias pueden corresponderse, en sus diferencias y similitudes, con brujas y ranchos de ánimas– y la elaboración de platos contundentes que, como el cocido de Lalín, reúnen en una cocción lenta y vigilada porciones de alimento que fueron en su momento la acción de un pueblo, la matanza en la que se reparten los ingredientes futuros, de una casa a otra, del trabajo de una familia al esfuerzo de sus convecinos. En última instancia, el cocido trae a la mesa la historia de toda una comunidad, sus desvelos y sudores, sus ilusiones y conformidades, sus largas horas de vida y esperanza.
Cuando se produce ese festival de vivencias en un plato gastronómico, que pueda parecernos simplemente la conquista de una receta ancestral perpetuada hasta nuestros días, lo que verdaderamente observamos es la supervivencia de la memoria, un latido lejano que llega a la mesa humeante y candente, viva en su exposición natural de porciones de carne: una carne que fue verbo, historia, recuerdo; y que escrita por Cunqueiro, reproducida en el paladar de quien disfruta, resulta ser lo mejor de nosotros.
Cunqueiro, en su inevitable pulso literario, creó un espacio al que señalaba como real: me refiero a Beiral. Lo citó en diversos textos, lo introdujo también en su sensacional novela Merlín y familia (1955). Quizás pretendió nuestro autor crear un lugar de la imaginación donde convergieran aquellos espacios de su Galicia natal en los que halló el placer del fogón generoso. Algo así como todos los fuegos, el fuego. De ahí que no pueda olvidar mi propia vivencia gastronómica, la del puchero canario y el gofio escaldado, alimentos de esta parte del ensueño que conectan con Galicia por invisibles senderos mágicos, pretéritos fantasmas que no duermen, brujas que acechan, sortilegios que se extienden de una mesa a otra, de un caldero a otro. Porque nada apaga la noche, que siempre ha sido alimento de esa lumbre mágica y humeante que es la memoria.
*Imagen de Álvaro Cunqueiro facilitada por Daniel María