Por NACHO CABANA
En su entrevista con Jordi Évole tras ser retirado de la circulación por los que mantienen a los partidos políticos en libertad vigilada, Pedro Sánchez confesaba que había recibido presiones de poderes económicos y mediáticos para no intentar formar un gobierno alternativo al del Rajoy (es decir, pactar con Podemos) y que esas reuniones son algo habitual en todas las democracias occidentales.
¿Quién está detrás del poder? ¿Cómo son esos hombres intencionadamente a la sombra que se escudan tras fondos de inversión y entramados de empresas cuanto más opacos, mejor? ¿Qué sienten? ¿Influyen sus sentimientos en sus decisiones?. Estas son las cuestiones se plantea David Mamet en Muñeca de porcelana (China Doll) una obra que se estrenó (sana costumbre que se debería extender) a la vez en Brodaway (protagonizada por Al Pacino) y Madrid en 2015 y que ahora llega al Poliorama de Barcelona.
Se trata de un texto donde el personaje principal (Mickey) es un empresario acostumbrado a ir siempre dos pasos por delante de sus socios, rivales y amantes con el fin de salirse hacer siempre lo que más le conviene o se le antoja. El Mamet de los años de Speed-the-Plow (1988) u Oleanna (1992) habría apostado por un diálogo entre el poderoso y su amante, o entre el poderoso y su secretario, o entre el poderoso y el gobernador que le ataca, o entre el poderoso y el padre de éste. La decisión del autor de Glengarry Glen Ross (1984) es hacer todo esto a la vez a través de conversaciones telefónicas con todos los mencionados excepto con Carson, su secretario. De esta forma, la obra se convierte en un monólogo encubierto donde José Sacristán lleva todo el peso de la representación trasmitiendo (como solo un actor con su trayectoria y su timbre de voz puede hacer) la soberbia del que se cree o sabe por encima de las leyes. Soberbia que poco a poco se ve alterada por el miedo de Mickey a que el amor (o el sexo) altere la partida de ajedrez en el que está acostumbrado a vivir.
Estamos pues ante unos diálogos herederos de los escritos por Beau Willimon para House of cards (2013) que van transitando por unos conflictos inicialmente menores (los problemas derivados de la matriculación de un avión) que van progresivamente revelando su naturaleza de vehículo del arriba enunciado tema principal del espectáculo.
Sería injusto decir que Javier Godino mantiene el tipo frente a Sacristán (solo tiene que enfrentarse a él al final del texto y es su diálogo poco más que un empujón al desenlace) pero no que el joven actor sabe en todo momento mantenerse en su lugar sirviéndole a la estrella los elementos necesarios para pasar de una emoción a otra. La dirección de Juan Carlos Rubio se encarga de ello con algo más que solvencia, evitando que los momentos de gloria de Sacristán se noten y dotando al conjunto de un movimiento escénico en todo momento nacido del texto.
Ayuda a ello la escenografía de Curt Allen Wilmer, especialmente la brillante aportación de que en cada uno de los armarios que abre el protagonismo, los diferentes objetos que los ocupan estén cuidadosamente repetidos.
Una muestra de que Mamet sigue siendo el gran dramaturgo que fue aunque sus planteamientos ya no supongan, precisamente, una revolución teatral.