Por NACHO CABANA
En el programa de mano que acompaña a la representación en el teatro Apolo de Barcelona de la obra Moustache de la conocida maestra y coreógrafa Coco Comín, ésta afirma: “Antes de que la lógica o el sentido común puedan coartar mi libertad, doy las órdenes en los ensayos. No pido que entiendan, sólo que mecanicen las situaciones absurdas, burlonas o satíricas que propongo a los actores. Una vez concluido el segundo acto, entenderán el primero; les digo”.
Se refiere sin duda Comín a la arriesgada jugada dramática que propone en su nuevo trabajo. Esto es, convertir la primera parte del show en una sucesión de números musicales (basados en el “tap dancing” o claqué) sin apenas hilo narrativo que los una (más allá de una representación ante el rey de la Inglaterra en donde se desarrolla la obra) para en la segunda mitad centrarse en el conflicto dramático del que hasta el intermedio no era más que el alivio cómico de las sucesivas escenas y que en el mencionado segundo acto se convierte en el eje del conflicto planteado.
Una apuesta sin duda muy arriesgada sobre todo para alguien que ha demostrado una amplia y brillante trayectoria como coreógrafa pero que, al contrario que en las otras áreas artísticas que hacen posible el montaje, debería haber contado en su equipo con la colaboración de un profesional de la escritura que la ayudara con la “fontanería” dramática del espectáculo, eliminando, por ejemplo algunos pasajes tan largos como desafortunados (la escena de los pensadores griegos), articulando mejor el resto y reescribiendo algunos diálogos.
El principal problema de Moustache tal y como está es que no consigue crear en el primer acto de su texto la empatía suficiente con el tardíamente erigido protagonista que las escenas del segundo acto reclamarán (más bien lo contrario). Dicho de otra manera, las a menudo brillantes coreografías que salpican la primera parte (especialmente inspirada resulta la ejecutada por los varones del cuerpo de baile con cuerdas) son constantemente interferidas por un caudal de chistes tan fáciles como antiguos (“¿Quiere la tortilla española o francesa? / Me da igual, no voy a hablar con ella” y así) que profiere el alivio cómico y que acaban (conjuntamente con la repetición ¡hasta cuatro veces! a lo largo de todo el show del jingle anunciando la cera para bigotes «Waxon Wax») perjudicando el ritmo y devaluando la empatía del público con el pequeño Max (así se llama el finalmente protagonista del show). Algo a lo que no ayuda precisamente la sobreactuación del actor que lo encarna, Sergio Franco.
Dicho esto, Comín consigue en bastantes momentos convertir el claqué en la materia prima de lo que de musical de Broadway tiene Moustache. Es muy hermoso el número de inspiración africana (Nakupenda malaika) con que se cierra el primer acto y muy divertido a la par que contagioso el ritmo que actores y bailarines imprimen a la conversión de la música de Bollywood a tap dancing que supone Karim, el Sirviente Indio.
En el elenco, elegido entre los bailarines y actores con los que Comín ya ha trabajado en ocasiones anteriores, brilla con luz propia Júlia Ortínez (que además es corresponsable con Sharon Lavi de las coreografías de claqué) como Mary “Piernas Largas” en la parte dancística así como Albert Martínez en la vocal. Bien la dirección musical, composiciones, arreglos y voces de Xavier Mestres.
La escenografía de Paco Azorín combina con acierto las proyecciones y animaciones 3D (obra de Jordi Lladó) con los decorados físicos siendo especialmente originales e inspiradas éstas cuando interaccionan con los personajes sobre el escenario.
No se ha escatimado tampoco en vestuario lo que, unido a la valentía de invertir en un show que no se basa en un material previo, convierte a Moustache en una apreciable propuesta que, esa es la grandeza de teatro, puede y debe pulirse para llegar a las cimas que apunta y a las que, sin duda, sería capaz de llegar replanteándose algunas facetas del material creado.
Más información aquí