Por NACHO CABANA
La ballena blanca no es sino la vela del Pequod comandado por Ahab. El barco que surca los mares ha dejado de serlo para convertirse progresivamente en un infierno flotante, en un averno provocado por la locura de su capitán devenido en diablo en busca incansable del abismo de la condenación. Y es en el momento de la muerte, nada más que en ese instante, cuando el protagonista de Moby Dick encuentra la plenitud. Con el infierno ya plenamente instalado en la superficie del ballenero, Ahab se adivina a sí mismo reflejado en el ojo del monstruo tras ser engullido por él. Cuando culmina la orgía de sangre iniciada por el capitán medio siglo atrás al iniciar la destrucción de seres que nadaron por la tierra antes de que emergieran los continentes, que surcaron libres las aguas sobre las que luego se erigirían París o el Kremlin y que acabaron muertos y decapitados por locos como Ahab, rodeados de marineros ebrios del aceite que ya no importa perder si con ello se abren las puertas de la última morada.
Juan Cavestany condensa en algo menos de hora y media las 800 páginas de la novela de Melville convirtiendo ésta en una sucesión de monólogos del protagonista (alternados con los de alguno de los marineros) conscientes a la vez tanto de su significado en el texto como de su trascendencia. Monólogos que, en ocasiones, dejan paso a algunos párrafos puramente narrativos que son, precisamente, el único punto débil de la función.
Porque el Moby Dick que Andrés Lima ha estrenado en el Goya barcelonés es un trabajo memorable en el que todos los elementos que lo componen están trabajados para alimentar el sentido adaptado del texto original.
Josep María Pou interpreta a un Ahab que saca fuerzas de su propia decrepitud física y tras verle el espectador llega a la conclusión de que no hay en España otro actor capaz de hacer algo parecido. No solo porque deja totalmente de lado lo que de romántico o aventurero pueda tener el personaje sino porque parece dejarse girones de su estado físico en cada monólogo. Modula la grandilocuencia a placer, convierte el uso del bastón para moverse en una vara de poder que anhela el arpón definitivo, grita y disfruta de su propio ocaso en quince minutos finales que me recordaron aquel memorable soliloquio del Rey Lear del 2004 en el Romea donde Calixto Bieito le hizo declamar bajo casi media hora de lluvia y progresivamente vestido con cartones.
También para el recuerdo es la escenografía de Beatriz San Juan no solo en el tramo final con la vela / ballena sino en la materialización de un espacio de pesadilla que alcanza otro de sus mejores momentos en el baño de sangre que inunda el escenario tras la caza de un cetáceo. Un trabajo que se apoya y complementa en otros dos componentes: la luz de Valentín Álvarez y las videocreaciones de Miquel Àngel Raló. Son estas segundas un excelente ejemplo de cómo las proyecciones pueden aportar un plus de significado (esas sombras de marineros errantes) y no ser solo un sustitutivo económico de los decorados corpóreos.
Siempre ha sido difícil encontrar actores que le den la réplica a Pou o simplemente le acompañen en el escenario. Óscar Kapoya consigue lo primero con solvencia mientras que Jacob Torres se limita a lo segundo mientras intenta que la ballena blanca que domina en todo momento el escenario no le engulla.
Aunar todas las intenciones arriba expuestas y caer de pie es algo que solo se consigue teniendo las ideas muy claras y la sabiduría teatral de Andrés Lima. Sin duda, uno de los mejores directores de escena que trabajan en España. Si están en Barcelona, no se la pierdan. Si no, que la espera no se les haga demasiado larga.
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