La franquicia cinematográfica Misión imposible nació a finales de los años noventa como parte de las adaptaciones de series clásicas de televisión que causaban furor en el Hollywood de la época. La producción catódica original no ocultaba su deuda con los largometrajes de James Bond al situar a un grupo de espías en situaciones más o menos arriesgadas. El director Brian De Palma, con ayuda del guion de Robert Towne y David Koepp, fijó en la cinta inaugural las reglas de las siguientes entregas: secuencias de acción de inmensa espectacularidad, la presencia casi constante en pantalla de Tom Cruise en el papel de Ethan Hunt y dos elementos que vinculaban de manera directa al filme con su referente: la presencia del tema principal de la serie de televisión, convenientemente actualizado para la ocasión, y los mensajes que se autodestruyen en cinco segundos.
El éxito de la primera película se prolongó en una segunda parte, donde el realizador John Woo aplicó su vacío esteticismo a la fórmula original, y una rutinaria tercera entrega dirigida por un poco inspirado J.J. Abrams, que supuso el punto más bajo de la serie tanto artística como comercialmente. Por suerte, Brad Bird recuperó algo de la espectacularidad y el entretenimiento de la primera entrega en Misión Imposible: Protocolo fantasma. Aquella cinta se beneficiaba de un libreto bastante sólido donde participaba Christopher McQuarrie, colaborador habitual de Bryan Singer y guionista de la celebrada Sospechosos habituales. Quizá el buen resultado comercial de aquella entrega haya propiciado que él haya sido el director de Misión imposible: Nación secreta, quinta película de la franquicia.
El filme no se distancia de la receta que ha convertido a la serie en un éxito, pero logra que el conjunto tenga un mejor empaque que algunas de las anteriores entregas. Mcquarrie ofrece la habitual dosis de escenas de acción adrenalítica sin marear al espectador con un montaje confuso y una cámara en constante movimiento. En este sentido, se aprecia un elegante clasicismo, especialmente presente en el pasaje que se desarrolla en la Ópera Estatal de Viena. Homenajeando sin disimulo al Hitchcock de la versión estadounidense de El hombre que sabía demasiado, el cineasta norteamericano logra crear un estupenda secuencia de suspense entre bambalinas y, a través de la representación en escena de Turandot, adelantar lo que será gran parte de la película. El personaje de Ethan Hunt, al que da vida un correcto Tom Cruise, se convierte en una suerte de príncipe que tiene que desvelar los enigmas de una particular Turandot, que encarna una ambigua espía con los fríos y enigmáticos rasgos de Rebecca Ferguson.
No obstante, McQuarrie no olvida incluir en el libreto a los habituales malvados, en este caso una organización formada por antiguos espías que quiere sembrar el caos mundial, y aumenta las dosis de humor de entregas previas al dar más espacio al papel del experto informático, encarnado con su habitual comicidad por un estupendo Simon Pegg. El resultado es un pasatiempo de primera que logra entretener con cierto estilo, algo que no pueden presumir todos los blockbusters veraniegos.