Aunque le hubiesen ofrecido una poderosa suma a cambio del saxofón, minúsculo Jairo, el músico que tocaba instrumentos en miniatura, se negó en rotundo. Aborrecía la verborrea de los del ayuntamiento, esos liantes que intentaban embaucarlo.
–¡Ni hablar de expropiaciones! –les gritó encendido de desprecio.
Nadie le hacía entrar en razón. Ni siquiera su abogado.
–Sea usted comprensivo. ¡Es por el bien público!
Pero minúsculo Jairo se embravecía aún más, y porfiaba altanero desde la pila de botones a la que se había subido para que todos lo vieran bien.
–¡Si me quitan el saxo, desentierro el hacha de guerra!
Los concejales retrocedieron dubitativos, se apartaron a un rincón y, tras arduas deliberaciones, prometieron entregarle a cambio una maqueta exquisita: la réplica exacta de una villa de senador romano, con sus mármoles, piscinas y hasta columnas jónicas.
–¡Trato hecho! –concedió minúsculo Jairo, arqueando sus cejas de alpiste con aire aburrido.
El pleno municipal comenzó a lanzar gritos de alborozo. Tras firmar los documentos pertinentes, acariciaron la codiciadísima pieza, algo mayor a un huevo de colibrí.
Minúsculo Jairo
