El amor es eso. Y no solo eso. Es muchas cosas más. Es todas las cosas. A veces, ninguna. El amor es una ventana abierta, un cuerpo en el suelo. El intento. La derrota. El silencio en la sala vacía. La comida troceada, la mano impedida, la música que se detiene. El amor es la suma de planos detalle, de pasillos estrechos. Una paloma cazada, liberada luego. Una carta sin destinatario, un rincón donde yacer. Flores en el pelo. El amor es morir joven o no morir. Quizás morir para siempre. El amor es miedo. Es terror. Y Amor, la hermosa película de Michael Haneke, es un drama de terror. Los silencios, los inmensos planos suspendidos, el paisaje del hogar también anciano, planos que se suceden tan paralizados como el lado de Anne que ya no volverá a erguirse. A poco de comenzar la película estos planos de absoluto cine de terror anteceden el horror venidero. Porque es horrible hacerse viejo. No lo neguemos. No yo, que soy joven y aspiro a la vejez más que a otro porvenir. Hay que asumirlo, de una vez por todas, para aceptar el futuro, los días que vendrán. Nos haremos viejos y es horrible la decadencia del cuerpo, la imposibilidad de la rutina, el amanecer cuesta arriba. Y es más horrible aun la soledad tan vieja, la vieja soledad tan anciana. Y, en medio del horror, el único alivio, la única esperanza, es la de saberse vivo y la de saberse amado. Saberse vivo es solo posible con memoria. Por ello, la vejez sin memoria es horrible. Saberse amado es solo posible con el otro. Por ello, la vejez sin el otro es horrible. La paradoja es acostumbrarse al amor y a la memoria, a todo cuento fuiste y quisiste ser. Acostumbrarse hasta que un día ya no es complaciente el futuro y de pronto el presente es música detenida. Pero la música siempre es bella. El horror también.
Amor es una película luminosa, potente en la sencillez tan cercana, humilde en esa sencillez hogareña y limpia como un sablazo certero ahí donde latía el acostumbrado hecho de vivir. Amor es una historia sobre la vejez, la solidaridad cuando se ama y la libertad cuando no se tiene. El ritmo del film articula los movimientos de esa vejez retratada. Amor arrastra los pies, se abriga de franela, mastica despacio, recoge el letargo de las puertas cuando chirrían, la amplitud de la piel curtida de horas.
Yo quiero hacerme viejo recordando. Hacerme viejo amando y siendo amado. Y si un día la libertad decide soltar mi mano, deseo que mi amada no me escuche balbucear incomprensibles letanías de dolor. Deseo que me ame así; con su cuerpo sobre el mío.
Te felicito por este artículo magnífico sobre esa obra maestra de Haneke. Gracias.