Medio siglo de un amor supremo

Medio siglo de un amor supremo

Que me perdone Bud Powell. Que me perdonen su malogrado hermano Richie, Tommy Flanagan y Horace Silver. Que me perdone, por dios, Thelonious Monk (puede que no sepa lo que estoy diciendo). Que me perdonen Cedar Walton y Wynton Kelly y, sobre todo, Red Garland, porque estuvieron muy cerca. Que me perdonen Bill Evans y Ahmad Jamal, pues ellos llegaron a ser grandes por la vía de la sutileza, los silencios y la cualidad del sonido más allá de lo cuantitativo. Que me perdonen sir Duke Ellington, pues no hay nadie más elegante e impresionista, y el señor Oscar Peterson, porque piensa tan rápido y es tan creativo como sus dedos alcancen, y esto es mucho. Que me perdonen Herbie Hancock y Chick Corea, porque ellos ya son otra cosa. Y no pido perdón a Keith Jarrett, porque lo suyo sí que es ya otra cosa, ni a Brad Mehldau (en este caso otra época). Pero sí debería pedir perdón a Glenn Gould y Jimmy Smith si rechazamos compartimentos estancos genéricos o instrumentales. Les ruego a todos ellos que me perdonen porque son inmensos y geniales, pero mi preferido al piano, el que me arrebata, es McCoy Tyner.

Nacido en 1938 en Filadelfia, Tyner tiene una abrumadora carrera como líder que se adentra plenamente en el siglo xxi y, seguramente gracias a su manera de tocar y pensar, no se ha constreñido a un solo género jazzístico, de manera que partiendo del bop (post bop, hard bop) se ha abierto al third stream, el jazz latino o el jazz fusión. No obstante, su paso a la posteridad (aún en vida) quizá se haya producido gracias a su labor como sideman. Estuvo junto a los postboppers más inquietos en ese tránsito crucial de los años cincuenta a los sesenta, cuando tipos como Coltrane, Miles, Ornette Coleman, Bill Evans y también Art Blakey y sus Messengers, con discos como «Kind of blue» y «Giant steps» o «The shape of jazz to come», convirtieron el jazz en un totum revolutum libérrimo y maravilloso que iba de algo tan delicado como «Waltz for Debbie» a algo tan absorbente y caótico como «Ascension» o «Free jazz» o del ritmo implacable de los Messengers al groove de Herbie Hancock o los sonidos al sur de Río Grande. Al lado de Freddie Hubbard, Wayne Shorter y, sobre todo, en el gran cuarteto de Coltrane (completado con Jimmy Garrison al contrabajo y Elvin Jones a la batería), McCoy Tyner no se limitó a un papel obediente acompañante o músico de estudio. Tampoco es que el género persiga eso; es sabido que los grandes temas de jazz exigen tantas escuchas (cuatro, cinco, seis) como instrumentos tenga la banda que los acomete. Pero aun así el papel de Tyner siempre es sobresaliente. Así, podríamos preguntarnos si el «Juju» de Wayner Shorter habría sido ese paradigma del post bop con ornamentos orientalistas sin el flujo de notas de Tyner y sin efectos como la poderosa tromba de agua de «Deluge», introducciones tan evocadoras como la de «House of Jade» o esos riffs hechos con bloques de notas marca de la casa de «Mahjong». La respuesta probablemente sería negativa, aunque en este álbum tan coltraniano en el que Shorter se acompaña de una sección rítmica prefigurada por Coltrane todos están en estado de gracia.

Y este concepto, estado de gracia, me lleva a donde quería llegar, que es la labor de McCoy Tyner en el cuarteto de Coltrane, cinco años en los que el jazz realizó una progresión geométrica en una carrera inexorable de ruptura y revolución que solo podría terminar diluyendo los límites de esta música o destruyéndola tal y como se conocía. Hay todo un universo en el que sumergirse durante años descubriendo detalles nuevos a cada escucha en el periodo que va de la sesión de octubre de 1960 que dio lugar a «My favorite things» y «Coltrane’s sound» (saltos modales al futuro desde un pasado reescrito desde el respeto y la cercanía del bop, la balada y el blues) a la que levantó el enorme edificio de «Ascension», el free jazz más implacable pero a la vez hot y subyugante que se puede escuchar. Entre medias, los experimentos de Coltrane con Eric Dolphy en estudio y en el Vanguard, recogidos en «Africa/Brass», «Live at the Village Vanguard» e «Impressions»; el complejo y extrañamente accesible «Crescent», y dos trabajos en los que Coltrane demuestra que no es necesario epatar o forzar los límites armónicos e incluso técnicos, así como tampoco rehuir a un público mayoritario, para sentar cátedra. Me refiero a los álbumes que Creed Taylor, fundador de la discográfica Impulse!, ideó para complementar con unas grabaciones más comerciales (pero no inferiores en calidad) los trabajos más audaces de Coltrane: «Ballads» y el disco con el cantante Johnny Hartman, a los que debe unirse para completar la trilogía el elepé de Trane con el maestro Duke Ellington al piano (en el que, lógicamente, McCoy Tyner no interviene). Tres joyas que nos permiten tomar un respiro tras la escucha de temas como «India» o «Africa».

He dejado fuera un disco que resultó crucial en este periodo, «A love supreme», un trabajo que genera sentimientos ambivalentes, pues por un lado es soberbio y distinto al resto, pero por otro ha tenido tanto predicamento, se ha elevado a los altares de tal manera, no injusta per se pero sí en comparación con otras obras del cuarteto, que le sucede algo parecido a «Kind of blue»: su recepción resulta enormemente distorsionada por el ruido del éxito y el elogio desmesurado. Y sin embargo, los elogios no son inmerecidos y, si hablamos de McCoy Tyner, como es el caso, hay que destacar «A love supreme» porque su labor aquí es excelsa (como la de Elvin Jones; imposible no quedarse boquiabierto con lo que hace con la batería de principio a fin). El pasado 9 de diciembre se cumplieron además cincuenta años de la sesión en la que se grabó el álbum, en el estudio de Rudy van Gelder en Englewood Cliffs, Nueva Jersey (ya quedan lejos los años de Hackensack, donde Van Gelder grabó en el salón de la casa de sus padres discos legendarios que quizá sonaran peor, pero cuyo encanto es insuperable). Sin embargo, no se trae aquí por celebrar la efemérides, sino, como decía, por la labor de McCoy Tyner. En este disco cada músico parece ir por su lado sin que se resienta un ápice el todo orgánico que construyen con las pautas rítmicas y armónicas preestablecidas. La primera parte, «Acknowledgement», tras una introducción que resulta un perfecto colofón puesto al principio es una hipnótica letanía, no solo por el mantra que generan los músicos cantando la frase «A love supreme», sino también por el ritmo impuesto por el contrabajo, el continuo de notas que Coltrane despliega en trance y la cadencia del piano de Tyner (mientras Elvin Jones cuadruplica el tempo de sus compañeros y parece tener un brazo más para tocar la batería). En la segunda parte, «Resolution», el riff de saxofón es canónico y a partir de él se va generando una progresión que terminará en un clímax perfecto al final del corte, antes del cual no obstante Tyner tiene un largo solo en el que queda claro cuál es su hecho distintivo: mientras su mano izquierda se revela como el guardián del ritmo y la síncopa, la mano derecha crea un río de notas, a veces veloz y cristalino, a veces cortante como un salto de agua, que en cualquier caso fluye siempre con asombrosa naturalidad, sin la mínima estridencia.

McCoy Tyner tiene un estilo enormemente personal, en el cual, aunque se concitan influencias de músicos como Bud Powell o Red Garland, hay algo muy propio y único, difícil de emular: es esa solemnidad construida no con distanciamiento o intransigencia, sino con un aire cálido y cercano, que al mismo tiempo eleva el espíritu. Se puede comprobar en su solo de la tercera parte, «Pursuance» (que, no puede eludirse, tiene una introducción de Elvin Jones magistral). «A love supreme» es una obra religiosa, un canto espiritual que, como las grandes obras sacras del Barroco, el clasicismo, el romanticismo o el siglo xx, y los espirituales negros, es capaz de crear un estado de elevación de conciencia que, en personas fervientes, reafirma su fe y la acrecienta, pero que también en quienes han perdido la fe o nunca la tuvieron surte un efecto de pureza y dignificación del alma, aunque no los entregue en brazos de la divinidad y sus representantes en la tierra. Es un efecto muy similar al que produce la manera de tocar de McCoy Tyner. Y por eso no hubo nadie mejor para acompañar a Coltrane en los años de Impulse! en los que creó un arte perdurable e ineludible.

 

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