El melodrama con zombis y/o infectados parece que se ha hecho un pequeño hueco en el cine y la televisión actual. Sin ir más lejos, la segunda temporada de la serie The Walking Dead se podría considerar como un culebrón con muertos vivientes donde el entorno apocalíptico funcionaba casi como mero decorado de las cuitas románticas y familiares de los protagonistas. Por otra parte, el cineasta español Miguel Ángel Vivas optaba en Extinction, su particular versión de la novela Y pese a todo, por potenciar la particular historia de las rencillas entre dos de los protagonistas, antiguos amigos que se distanciaron por el amor de una mujer y ahora compiten por el cariño de la hija de uno de ellos, en detrimento del espectáculo sangriento propio de las películas con monstruos sedientos de carne humana.
Maggie, ópera prima como director de Henry Hobson, parece seguir la senda de este particular cóctel de géneros. Por un lado, nos presenta a un mundo donde una extraña epidemia ha convertido a parte de la humanidad en zombis. En ese apocalíptico escenario, un padre lucha por mantener a su lado el mayor tiempo posible a su hija, víctima de esa extraña enfermedad. Todo ello pese a que sus vecinos y los médicos le recomiendan que la lleve a un lugar destinado a todos aquellos que se encuentran en el proceso de transformación.
Lástima que Hobson, realizador que hasta la fecha había destacado como diseñador de títulos de crédito, nunca logre triunfar en ninguno de los géneros que su largometraje transita. Su tono contemplativo y su renuncia a cualquier exceso sanguinoliento alejan a este trabajo del tono adrenalítico y escalofriante que exigen las películas de terror con muertos vivientes. Por otra parte, el drama está apenas apuntado y nunca se desarrolla demasiado bien la relación entre este progenitor viudo y esa hija que se resiste a convertirse en un ser abominable. En resumen, el filme se encuentra en todo momento a la deriva sin encontrar en ningún momento el tono adecuado.
No obstante, cabe destacar dentro de la irregularidad del conjunto la fotografía de Lukas Ettlin, que imprime a las imágenes un tono brumoso muy acorde con la melancolía y la tristeza que pretende plasmar la cinta, y los estupendos trabajos de Arnold Schwarzenegger, que sorprende y emociona con su papel de padre que no asume la situación de su hija, y Abigail Breslin, sobria como la joven que tiene que aceptar su ineludible cambio. Las miradas cómplices y repletas de cariño entre ambos son quizá lo más logrado de este curioso y fallido largometraje.