Fotografía de portada © Luis M. Lafuente
Hicieron enjambre en el jardín a principios de julio, en la rama más alta del manzano. No nos importó porque no parecían peligrosas.
Una noche una se coló por la ventana entornada, quizá atraída por la luz. Revoloteó por la habitación, dejando tras de sí una estela de polvillo dorado que se desvanecía antes de tocar el suelo. Después de hacer unas piruetas vanidosas frente al espejo, posó su grácil figurita de bailarina sobre el botón de play del compacto, que comenzó a derramar por los altavoces la “Cabalgata de las Valkirias” a un volumen considerable. Eso debió de asustarla, porque salió volando atolondradamente en dirección contraria, con tan mala fortuna que aterrizó encima de la bombilla halógena y cayó fulminada.
Se nos saltaban las lágrimas cuando la depositamos con cuidado en el alféizar. Por respeto no miramos cuando el cortejo fúnebre la retiró en volandas, aunque no pudimos evitar oír la salmodia que, en aquellas diminutas vocecillas, sonaba como un coro de mosquitos bien afinado. Desde entonces intentamos mantener la ventana cerrada pero, por si acaso, hemos decidido prescindir de Wagner.
Qué gran estreno, Ana. Un relato de lujo, como no podía ser de otra manera. Felicidades.
Un fuerte abrazo, compañera tarantulera.
Muchas gracias por tus palabras y un abrazo igualmente tarantulero (¿eso cómo es, con muchos brazos?) para ti.