A primera vista, Los hongos, el segundo largometraje de Óscar Ruiz Navia, puede parecer la respuesta colombiana a cintas como Paranoid Park (Gus van Sant, 2007) o The Smell of Us (Larry Clark, 2014), filmes que se adentraban en el mundo skater y grafitero a través de una serie de jóvenes. No obstante, la cinta no es solamente eso. Es cierto que nos enseña la vida de dos chavales que se mueven en esos ambientes dentro de la populosa ciudad de Cali, pero va más allá de la descripción de este tipo de círculos para mostrar un particular fresco de aquella metrópoli latinoamericana.
Por otro lado, como gran parte del cine realista de este siglo XXI, el filme denota la influencia de los hermanos Dardenne por su retrato de una juventud un tanto a la deriva y la tendencia de situar la cámara a la altura de la nuca de sus personajes. Sin embargo, Los hongos no se centra simplemente en las peripecias de los protagonistas y no teme perderse en la descripción de los personajes y situaciones que les rodean, aunque no sean aparentemente importantes para la trama principal.
No es baladí tampoco que la película tenga lugar durante una campaña electoral ni que la denominada Primavera Árabe sea la inspiración para alguno de los dibujos que realizan Ras, un joven de clase baja, y Calvin, un chico de clase media que estudia Bellas Artes. Como ocurriera en el documental Art War (Marco Wilms, 2014), que reflejaba la importancia de las pintadas dentro de la revolución egipcia, Los hongos vuelve a poner de manifiesto que este tipo de arte callejero es, sin duda, una forma más de expresar el malestar por la situación política. A este respecto, tampoco resulta casual que uno de los jóvenes embadurne de rojo los carteles de uno de los candidatos, como muestra de su disconformidad con el estado de las cosas. Una disensión con el sistema que no sólo es extensible a los más jóvenes, sino también a los adultos, como evidencia la conversación que tiene el padre de uno de los muchachos en un bar.
No obstante, la película pone especial hincapié en retratar la escena alternativa de Cali, caracterizada por la realización de murales colectivos , la presencia de radios independientes, la celebración de conciertos donde se escucha hip hop y electro-punk, y la represión policial.
A pesar de la indudable valía del conjunto, quizá haya que reprocharle al director que se desentienda demasiado de los dos chicos protagonistas, que en ocasiones parecen un mero hilo conductor . El largometraje acusa también una cierta dispersión e irregularidad, donde se alternan momentos intensos, especialmente los relacionados con la abuela enferma de Calvin, con otros un tanto monótonos, como los actuaciones musicales. Por el contrario, hay que agradecer al cineasta que sus imágenes exuden verdad por cada uno de sus fotogramas y haya sabido dirigir a un espléndido plantel de actores no profesionales.
En resumen, la segunda película del colombiano Óscar Ruiz Navia no carece de interés y tiene la frescura suficiente como para esperar lo mejor de este joven realizador, aunque se muestre todavía como una obra demasiado inmadura.
Las películas de Oscar Ruiz Navia son un bodrio, cuando terminas de verlas no puedes creer que ha pasado.