Por Rubén Romero Sánchez
Tras casi diez años persiguiéndolo, el actor, guionista y director Zoe Berriatúa al fin ha conseguido levantar su primer proyecto largo, Los héroes del mal. Pocas obras en España han sido tan personales, tan valientes y tan arriesgadas como esta propuesta que cuenta la historia de tres adolescentes (enorme el descubrimiento de Emilio Palacios) que se adentran en los caminos de la violencia hasta que la violencia acaba por atropellarlos.
La película se presenta con forma de thriller, pero es una drama social pausado, profundo, que no se interroga sobre el origen de la violencia sino que la expone, sin concesiones, sin coartadas, con un director que vuelca todos sus fantasmas y todo su corazón en cada plano, que asume el riesgo de no medir a veces, que se lanza al vacío y no se esconde en la autoindulgencia de muchos de nuestros directores más veteranos.
Zoe Berriatúa coloca a unos chavales absolutamente desarraigados en un mundo que no les ofrece ninguna alternativa a la frustración que sienten. A través de la acertada ausencia de pasado y de familias en toda la película, que consigue que el espectador atienda tan solo al drama personal que se desarrolla entre los tres protagonistas y no a los motivos que pudieran subyacer en la conducta de cada uno, el director huye de las explicaciones y de la denuncia para arrojar un pedazo de vida en crudo a la pantalla, y lo envuelve en una banda sonora donde prevalecen los compositores rusos del siglo XX, y que a veces funciona como extrañamiento y a veces busca el distanciamiento, y donde destaca el lamento de Dido de la ópera de Purcell, una música que, a la manera de Kubrick en La naranja mecánica, se hace incómoda a veces, actúa como elemento que subraya la aridez de la imagen, comprime la poética incomodidad de la propuesta.
Muy acertada también es la primera secuencia en la que los alumnos entran en clase y, mediante un travelling, el director construye una escena mezcla de cine mudo y comedia musical de la Metro, que opera desde la ironía, desde el guiño cómplice.
Como el primer Cassavetes, Zoe Berriatúa consigue extraer poesía de los pocos medios de que dispone, convirtiendo una película de alma humilde en una arrebatadora historia donde las destrezas formales son parte del discurso.
Gran película, que no busca contentar sino mostrar, que no busca el aplauso sino el desahogo; película necesaria en tiempos en que el cine, más que nunca, debe ser un medio de expresión artística y no un simple negocio.