La Tarántula, junio de 2015
Querido A… dime: qué final más noble y hermoso para un cazador que acabar en el estómago de la Gran Bestia de sus desvelos, y ser carne de su carne, sangre de su sangre. Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros es una historia de duelos y batallas, de ambiciones e intrigas, y también salen gigantes y brujas, magos y doncellas en apuros y toda la rutilante quincalla de la épica medieval: amores platónicos y de los otros, fidelidades más o menos inquebrantables, magníficas traiciones; y mazmorras pestilentes, bosques encantados, ineludibles profecías… Una de esas bonitas historias para leer a los niños por las noches, a los niños como tú y como yo. Pero es también, dos por uno, el relato implícito o no tanto de una persecución sin hallazgo y sin final, de un forcejeo con lo invisible y de una búsqueda y un buscador cuya derrota final merecen su propia gesta inmortal, capítulo aparte.
Ya sabes que el tiempo, la molicie y otras cosas han logrado que muchas de esas obras que llamamos ‘clásicas’ y ‘maestras’ y ‘universales’ también sean, en su versión original, un poquitín inaccesibles para el lector moderno. El Quijote, vi el otro día en el escaparate de una librería, acaba de ser “traducido” al castellano actual y tú y yo podríamos escandalizarnos por ello, pero para eso están los académicos. Ya nos gustaría a ti y a mí, verdad, que a la vuelta de cuatrocientos años alguien tradujera nuestros papeles al castellano que se hable en el siglo XXV, si para entonces aún camina sobre el planeta algún bicho capaz de razonamiento simbólico.
Pues bien, mediado el siglo XX que nos parió a casi todos, uno de los escritores más destacados de la lengua inglesa decidió embarcarse en el proyecto de adaptación, traducción y/o reescritura de La muerte de Arturo, obra mítica y germinal de la narrativa anglosajona, firmada por Sir Thomas Malory y publicada por vez primera en 1485. Para entonces, de la mano de ese destacado escritor ya habían salido prácticamente todos los títulos que lo incluirían entre los inmortales, obras como De ratones y hombres (1937), Las uvas de la ira (1939), La perla (1948) o Al este del Edén (1952). Pero lejos de sentirse satisfecho y seguro, el hombre dudaba: «Quizás escribí demasiados libros en vez de uno»; se decía, inquieto: «Quiero olvidarme de cómo escribir y aprenderlo todo de nuevo con una escritura que surja del material»; e incluso se temía lo peor, el pobre: «Quizás estoy luchando sólo contra la edad y contra un fuego que se apaga».
Con algo más de cincuenta años, en esa etapa en la que suponemos que alcanzan su madurez los novelistas (o esperamos que así sea…), John Steinbeck se sintió «insatisfecho con mi propio trabajo porque se había vuelto verboso»; durante un año, probó a abstenerse de escribir «en una tentativa por dejar que la verbosidad se extinguiera, con la esperanza de comenzar nuevamente con algo que yo sintiera como un lenguaje nuevo». Te suena, ¿verdad? «Bien, comencé nuevamente pero no se trataba en absoluto de un nuevo lenguaje. Era una pálida imitación del viejo lenguaje, sólo que no servía porque yo me había herrumbrado y los músculos de la escritura se habían atrofiado […]. Finalmente decidí apartarme y tratar de fortificar los músculos en otra cosa, algo breve, quizás algo ligero, aunque sé que no hay cosas ligeras». Los escritores y sus crisis tremebundas, qué te voy a contar que tú no sepas.
Al fin, en 1956, el escritor consagrado y en crisis que era John Steinbeck creyó identificar su grial, su unicornio, su quimera y su salvación, y se embarcó en el proyecto de adaptar al inglés contemporáneo la que los especialistas consideran la primera gran novela de la lengua inglesa. Es decir, se propuso empezar T O D O de nuevo, creyó que hallaría el lenguaje distinto que ambicionaba y el necesario nuevo impulso si empezaba a escribir otra vez no sólo su propia obra, sino la entera literatura de cuya línea genealógica era apéndice. Podrá parecer un disparate y claro que lo es, pero también es lo mínimo y lo obligado, ¿o no? Además, todo individuo reproduce en el resumen de su trayectoria particular el recorrido de la especie a la que pertenece, y los escritores no son una excepción a esa ley. ¿Y qué consiguió el esforzado, el ambicioso, el gran John Ernst Steinbeck, hijo de una maestra? Podemos discutir los detalles, pero lo que sin duda logró fue la insuperable proeza de ser engullido por la pieza que pretendía cobrarse.
Sin saber nada o casi nada ni de Steinbeck ni de Malory, nada o casi nada ni de literatura anglosajona ni de la naturaleza de este libro, empezarás a leer y te encontrarás con una historia de rivalidades entre reyes o aspirantes a reyes, un duelo de derechos y linajes aderezado con magia y confabulaciones, puñaladas traperas y espléndidas bajezas eróticas. Poco a poco van apareciendo los gigantes enfadados y las bellas damas, los duelos y las arpías, los encantamientos y todo el resto de la cacharrería caballeresca. La historia tiene sus cumbres y sus valles, debo decir, sus caídas y rodeos. Sus momentos mejores y peores, en fin, aunque se advierte la línea dominante de una progresiva sofisticación, una mejora sustancial tanto en el acabado como en los niveles de profundidad. Este perfeccionamiento palpable es consecuencia, cómo no, de la perseverancia en el esfuerzo, pero también de la asunción consciente, por parte de Steinbeck, del modelo artístico que para él constituye el propio Malory: «Malory aprendía a escribir a medida que redactaba el libro […] Seguiré los pasos de su creciente perfección y, quién sabe, es posible que yo mismo aprenda algo.» Esa progresión, ese crescendo, alcanza su apogeo en la última de las siete historias incluidas, la de Lanzarote del Lago, que como afirma el propio adaptador es el gran personaje y el verdadero protagonista de estos cuentos. Pues bien, justo en su punto álgido, esto es, cuando el amor noble, caballeresco y platónico que Lanzarote, el caballero perfecto, profesa a la esposa de su rey, Ginebra, está a punto de convertirse en un amor físico, adúltero y real, el libro termina. Sí, más o menos aquí, mira:
«Sus cuerpos se estrecharon como impulsados por un resorte. Sus bocas se encontraron, devorándose con ansiedad. Cada frenética palpitación estalló contra las costillas buscando el cuerpo del otro […]»
Y ya, más o menos. Únicamente añade a eso Steinbeck la imagen del caballero invencible que es Lanzarote, derrotado por lo que siente y por lo que acaba de hacer:
«[…] y el aturdido Lanzarote buscó la puerta al tanteo y bajó torpemente las escaleras. Y sollozaba con amargura.»
Y fin. ¿Por qué se detuvo Steinbeck, y por qué justo ahí, cuando aún quedaba tanto por contar? Bueno, quizá no tanto, pero el lector se sorprende y se cabrea y se pregunta qué son todas esas páginas que siguen después de la palabra fin, todo eso que ya no es el libro y que aún queda por leer. ¿Quieres saberlo, querido amigo? Ya te lo he dicho: es la historia de un cazador que, en el momento en que presiente el final de sus fuerzas, sale en pos de la pieza más grande, más fiera y más imposible. La pieza se llevó su buen balazo y el cazador acabó en el vientre de una presa que aún sigue viva y hambrienta, cojitranca y dispuesta a zamparse al próximo valiente que se proponga abatirla. Pero lo que cuenta es lo que cuenta, sí o no. En los últimos años de su vida, insatisfecho consigo mismo y temeroso de que su talento se hubiera agotado, John Steinbeck partió a la caza de su particular ballena blanca, su perla, su eldorado. Le movía un afán tan cándido como temerario: empezar de nuevo consigo mismo y de paso refundar toda la literatura inglesa, con un par, reescribiendo esa obra abigarrada, multitudinaria y caótica, inabarcable palimpsesto de otras muchas obras, que es La muerte de Arturo, tentadora e ilegible monstruosidad que firma un autor colectivo y borroso al que llamamos Thomas Malory. Consciente de la inmensidad de la tarea que le esperaba, y como quien se entrena para una expedición al rincón más extremo y peligroso del planeta, Steinbeck dedicó años enteros a formarse y preparar el material. Viajó a los lugares donde transcurren los “hechos”, leyó todo lo que había que leer, se entrevistó con los grandes especialistas en la materia, examinó todos los archivos y bibliotecas donde pudiera custodiarse algún legajo que le iluminara el camino. Y un día comenzó a traducir, a adaptar, a reescribir. Lo que sigue a las trescientas páginas de este Arturo incompleto, lo que seguimos leyendo después de perder el aliento ante la imagen del encuentro (del impacto, más bien) entre Lanzarote y Ginebra, es la transcripción de la intensa, copiosa y fluctuante correspondencia que John Steinbeck remitió a Chase Horton, su editor, y a Elisabeth Otis, su agente literaria, durante la década que empleó en la persecución de su quimera, entre 1956 y 1965. En realidad, es otra novela y otra historia, también llena de batallas y gigantes, de duelos y amores y aventuras, de nobles gestas y humanas miserias. Ahí vemos al cincuentón Steinbeck ilusionado como un niño ante su nuevo proyecto: «Estoy feliz y perplejo como un gato en un cesto de almejas». Pero luego y cada poco le vemos abatirse ante la enormidad del trabajo, contemplamos cómo cae una y otra vez frente a las reiteradas dificultades, los pozos sin fondo, los callejones sin salida; sentimos y casi vemos su terror ante la temida constatación de que el trabajo quizá sea, simplemente, imposible: «¿Estaré pisando donde debo? […] Debe haber alguna razón para que nadie haya hecho esto del modo adecuado. A lo mejor no puede hacerse […]». Comprobados los errores y hecha la cuenta del trabajo y el tiempo perdidos, se dice: «Debo pensar con sumo cuidado y no caer en una respuesta oscura». Y desolado, admite: «Tengo los brazos llenos de material con el cual no sé qué hacer y estoy muy viejo como para juguetear con él». Admite asimismo que la suya es «una búsqueda inagotable», pero una y otra vez se rearma e insiste, recupera la fe: «las palabras que reúne mi pluma son palabras honestas y robustas, que no requieren muletas adjetivas». Y vuelve a la carga: «dispongo de millones de ideas germinales y ésa es la mejor vida posible para mí». «Mejor será retroceder hasta el principio y comenzar de nuevo», concluye, y por si rezar sirve, ruega a su editor: «Si fracaso sólo hay una persona en el mundo a quien culpar, pero puede venirme bien una plegaria de tu parte y de otros que presienten que éste debería ser el mejor trabajo de mi vida y el más satisfactorio».
Además de las idas y venidas, las caídas y renacimientos del entusiasmo del autor, esta correspondencia añadida al muñón terminal de Los hechos… es también o sobre todo la poética honesta y espontánea de un autor que lo fue hasta el último átomo, una confesión sin contemplaciones y un autorretrato implacable que incluye líneas como esta: «Los escritores son una especie lamentable. Lo mejor que se puede decir de ellos es que son más pasables que los actores, y no es decir mucho». O esta: «Un escritor es peor que un colmillo de serpiente. Parece que lo que menos hace es escribir. Si fueran publicables sus padecimientos, su concupiscencia, sus errores de juicio, el mundo se hundiría hasta el ombligo en sus libros. Uno de los aspectos más felices de la televisión es que evita algunas de estas actividades».
La muy real flaqueza de un hombre de carne y hueso nos interesa bastante más que la improbable entereza de un rey medio inventado, del que el propio Steinbeck se distancia con prevención. Y aún más nos interesa su visión del novelista, del escritor que era él mismo, espejo ante el cual también nosotros queremos colocarnos: «¿Qué hay en la mente de un escritor, sea crítico o novelista? ¿Acaso un escritor no consigna lo que más le ha impresionado, y habitualmente a temprana edad? Si le impresionó el heroísmo, escribe sobre eso, y si le impresionó la frustración y la percepción de las degradaciones…» En el ejemplar que te envío verás también subrayada esta línea medular: «Un artista debería estar abierto a toda clase de luces y de tinieblas», y esta otra: «un novelista es ante todo un hombre sujeto a todas las faltas y vicios del hombre, a todos sus temores y temeridades». Y en fin, ésta, resumen de todas: «Una novela es el hombre que la escribe».

Sello conmemorativo del correo estadounidense
(Foto: Kenny Harrelson)
A finales de 1959, tras los miles de horas (y de dólares) invertidos en el proyecto, un Steinbeck totalmente insatisfecho con su trabajo, reconoce a su agente: «Quizás el fuego se haya apagado». Poco después, la correspondencia sobre el proyecto se interrumpe. Se interrumpe hasta… 1965. En todo ese tiempo pasaron cosas, qué remedio. Publicó algunos libros, por ejemplo: El invierno de mi descontento (1961), su penúltima novela, o Viajes con Charley (1962) un libro sobre su propio país desconocido y sobre “las dificultades emocionales de hacerse viejo”; también pasaron cosas como que los de la Academia Sueca le hicieron su regalo, el Nobel. Pasó asimismo todo lo que no sabemos que pasó, y en julio de 1965, Steinbeck escribe nuevamente a Otis para ponerle al corriente: «Sigo luchando con el asunto de Arturo. Creo que tengo algo y estoy muy entusiasmado […]». Etcétera y punto final, ahora sí. Es la última entrada de esta correspondencia y una de las últimas líneas del libro. Steinbeck vuelve al laberinto, continúa perdiéndose en pos de su Asterión particular y, tres años más tarde, muere. Y en 1976, heredera y editor deciden hacer público el ímprobo, inédito e inacabado ciclo artúrico del que son albaceas, la agotadora gesta de este cazador que vivirá para siempre en la carne y la sangre del oso que se propuso abatir. Un oso que, digámoslo para acabar, fue el mismo que le fascinó siendo un niño: su primer libro, el primero que le regalaron cuando estaba aprendiendo a leer, fue un ejemplar ilustrado de la Morte d’Arthur. Si hasta entonces «los libros eran demonios impresos, las pinzas y las empulgueras de un suplicio ultrajante», en aquel momento «El prodigio ocurrió. […] Adoré la antigua la anticuada ortografía de las palabras, y también las palabras en desuso. Es posible que haya sido este libro el que inspiró mi fervoroso amor por la lengua inglesa». Ahora sí, va quedando todo dicho: el final de Steinbeck fue el regreso a su principio y no hay nada incompleto en su muy artúrico ciclo literario y vital. Ahora que ya sabemos la respuesta, podemos preguntarnos qué buscaba, esto es, a quién buscaba John Steinbeck cuando salió en pos del rey Arturo.
«A todos [le dice Merlín a su rey], en alguna parte del mundo, nos aguarda la derrota. Algunos son destruidos por la derrota, y otros se hacen pequeños y mezquinos a través de la victoria. La grandeza vive en quien triunfa a la vez sobre la derrota y sobre la victoria».
Amén, querido amigo. Una última observación, nada más: no puede haber grandes obras si no hay grandes lecturas. El escritor sólo hace la mitad del camino. Más allá y hasta el final, sólo nosotros.
Tuyo,
Alberto
(Imagen del cabecero: El último sueño de Arturo en Avalon, de Edward Burne-Jones)