Discurramos por sendas bien transitadas, dijo el pensamiento severo. La prueba de que la razón está de mi parte es que soy el más fuerte, dijo también. El pensamiento severo es digno portaestandarte de las virtudes más acrisoladas.
Porque, ¿cómo sería de otro modo? La virtud se asienta en la severidad desde tiempos antiguos. El maestro, el padre, el gobernante, tienen que ser severos para poder imponer sus criterios que son, sin duda, los correctos.
¿La virtud tiene dueño?, se preguntó la cigarra. (Este paréntesis carece de toda importancia).
La vida es dura, y la ley es dura, pero es la vida, y es la ley. Así razonaban los severos romanos y así nos ha llegado su legado por el vericueto de tantos siglos de abnegado esfuerzo en la acentuación de la severidad.
Aún hoy, la severidad, a pesar de su mala fama aparente, es la vara de medir con que se ajustan la mayoría de los procesos de poder dignos de tal nombre. En política, en economía y empresa, en la milicia, en la Iglesia…
Pero la severidad, revestida de sus dignas funciones, ¿puede sobrevivir a la desnuda experiencia del afecto?
La verdad del ser humano, ¿no se halla acaso en las relaciones cariñosas y tiernas que nos prodigamos entre seres queridos?
La virtud, ¿acaso no se encuentra más próxima del amor, la compasión, la caridad y la estima que de la severidad?
Se nos dice, todavía hoy, que la severidad es el zócalo necesario en que asentar el amor. Sin la necesaria severidad todo se derrumbaría sin fuerzas, desasistidos los cimientos del edificio de la condición humana.
Mi experiencia contradice semejante aserto. La severidad, ¿no será acaso una muestra de soberbia? La soberbia del poderoso que quiere hacer alarde de su propio y abusivo poder.
La moral ha funcionado históricamente según un gradiente, el del poder. A mayor poder, mayor irradiación moral, entendida esta como la manifestación adusta y severa del control del dueño, del amo, sobre el criado y el siervo.
La moral, históricamente, ha sido al tiempo uno de los basamentos del poder, cuanta mayor irradiación de moralidad, mayor concentración de poder.
Hasta llegar al poder absoluto y la moral absoluta, o sea la de las hogueras o la guillotina.
Los tiempos han cambiado, o están cambiando. Y la moral se hace individual y privada. Cuando hablamos de ética, lo hacemos desde la responsabilidad y el cálculo de oportunidades.
En efecto, lo público, ámbito de la ética, sigue arrastrando muchas de las penalidades de antaño, pero se va reorientando hacia el pragmatismo y un ideal de lo que se podría llamar la buena vida.
Si la moral se hace individual, el poder deja de ser su basamento y asiento, puesto que priman los valores de la autoconciencia y el deber deja paso al deber ser.
Y de la autoconciencia lo primero que surge es el amor a sí mismo, puesto que la primera manifestación propia debe ser la autoconservación de sí mismo. El amor es el cuidado, amoroso, que emprendemos para salvarnos de la quema.
El amor libre de cortapisas y supuestos intermediarios, como la severidad, fluye rectamente de uno mismo hacia los que nos rodean, en ondas que se van amplificando lentamente pero con fuerza segura.
Es una intuición certera la que nos lleva a tratar a los seres más próximos, que nos son más queridos, con ternura, cariño y toda la fuerza de la empatía que genera el cada vez mayor autoconocimiento que propicia la nuda autoconcia.
La vida nos trata mal, bien o regular, según qué tramos transitemos y la suerte que hayamos tenido con el entorno que nos haya sido prodigado por el destino. Todos queremos amar, puesto que todos queremos ser amados.
La relación es biunívoca puesto que el amor que damos es directamente proporcional al amor que recibimos. Dad y se os dará. Do ut des.
Esta relación básica se puede convertir en el basamento de todas las relaciones humanas, a poco que seamos capaces de evolucionar hacia un mayor conocimiento de la realidad.
De hecho, actualmente, se ha convertido ya o se está convirtiendo, en la piedra de toque de las relaciones interpersonales de proximidad regidas por un fuerte lazo afectivo. Tanto las relaciones paterno-filiales, como las afectivas entre personas no ligadas por lazos familiares.
La severidad en estos ámbitos, está a punto de ser destronada. Todavía quedan reductos, muchos, y resabios, muchos, por lo que la evolución hacia el amor llevará su tiempo y esfuerzo, de la mano de muchos.
El gradiente del poder está siendo sustituido por el gradiente del amor. A mayor proximidad amorosa, mayor flexibilidad en la manifestación del poder del amor. Así, surgen innovadoras relaciones de contractualidad afectiva y familiar.
La verdadera historia del amor, del poder del amor, está todavía lejos de haber sido escrita, sólo estamos en los albores de una era en la que el afecto, desprovisto de severidad, se manifieste en plenitud.
La vida es dura, según y cómo…Pero en cualquier caso cada vez un mayor número de personas estamos convencidas de que hay que preservar ámbitos del afecto y la ternura aptos para ser compartidos con el mayor número de personas que sea posible.
Debemos manifestar claramente, mediante nuestras acciones, gestos y actitudes, nuestra disposición a que el amor prevalezca sobre otras fuentes de poder entre las personas en un radio de acción cada día más amplio.
Creo que es la verdadera misión del ser humano, en nuestros días, la difusión de preceptos que asuman e incorporen valores amorosos y de ternura para ser esparcidos a los cuatro vientos, en todas direcciones.
Y seguramente iremos por el buen camino, cuando tantas rémoras y frenos chirrían, todos a la vez, en variados entornos todavía expuestos a la vieja mentalidad de hacer y decir las cosas.
Amemos y así sea.