Descienden con suaves movimientos hasta que sus alas rozan la atmósfera y la luz comienza a vibrar como un pétalo asustado. A continuación, uno posa el costurero de cristal en una nube mientras el otro despliega la helada gasa añil sobre el firmamento. Luego sacan de una en una las relucientes agujas y van clavando en la tela las necesarias para que la noche permanezca fija en la bóveda celeste. Sucede cada cierto tiempo que, debido a las prisas, algunas quedan un poco sueltas y pueden incluso llegar a desprenderse dejando en su caída una estela metálica.
Allá abajo las llaman estrellas fugaces y obligan a los hombres a improvisar deseos.