Este año se cumplirán 39 desde la muerte del dictador. Se ha tocado poco ese periodo llamado «franquismo» y el por qué está claro: el dictador muere en la cama y lo sucede quién él deja designado -que tejería su reinado con otros aires era de prever. El franquismo sin franco era una utopía para nostálgicos, pero había que contar que un periodo tan largo deja herencia y herederos, de doctrina y de poder. El cambio fue un encaje de bolillos en donde todo fue pactado hasta que los hombres del régimen con representación en las cortes votaron un SI para el cambio político que la circunstancia demandaba, pero es fácil imaginar que ese SI significaba olvido, borrón y cuenta nueva, y sobre todo silencio, mucho silencio.
De ese borrón y cuenta nueva, que entonces fue quizá la mejor solución, son muchos, visto desde la distancia y con los ojos de ahora, los que afirman que se cerró en falso y se olvidó todo muy pronto. Para más aval, en las listas de los partidos progresistas figuraban apellidos de hijos de hombres significados en el régimen, aunque hubieran purgado su herencia en comisarías y cárceles.
Verónica Fernández plantea una historia inédita: La sitúa en 1968, el año del mayo en que los parisinos querían levantar los adoquines para encontrar el mar de la libertad, y los movimiento hippy hacían estragos en la juventud americana y europea con muestras pacifistas y el culto a los paraísos artificiales, como las celebradas en los festivales de Wait y Woodstock. Mientras, en España agonizaba un régimen con una gama de color que iba del sepia al marrón oscuro, salpicado, que no contado, de rojo sangre.
Liturgia de un asesinato centra su historia en una familia, la del gobernador civil de Guadalajara, que aparece ahorcado en su finca de recreo. En la casa están sus tres hijos: Carlos, Juan y Alexia, están solos, la «servidumbre» no está, si hubiera estado tampoco habría oído nada, en aquella época el sentido de las clases sociales estaba tan arraigado que se consideraba un honor poder servir al amo y él disponía de su personal y su hacienda a su antojo. La impunidad del poderoso estaba asegurada, querría pensar que hoy ya no es así, pero a veces queda claro que el poder es el poder, y tiene similares manifestaciones, tono y textura, lo ostente quien lo ostente.
La función de Fernandez, en principio tiene la mimbrería de un thriller, podría ser una propuesta de Agatha Christie: un muerto, tres sospechosos y un detective, pero esa solo es la forma, Liturgia de un asesinato habla de los especularios que gravitan sobre la institución por excelencia y primer núcleo de poder que es la familia, aquella que pega sin pala ni palo, que marca a fuego los malos hábitos del que se sabe poderoso, de una herencia que no precisa pasar por notario alguno, habla del poder y de cómo se hereda.
Ser hijo de un hombre poderoso no es fácil, sea este justo o no lo sea, está el listón siempre muy alto. Los niños nacen chicos de tamaño, y al crecer bajo una sombra tan densa, no ser permite ver los logros de unos cachorros condenados a ser amos y a tener éxito, por lo que no se celebran los pasos a dar para lustrar el obligado brillo social al que están llamados. Ni tampoco se les deja en paz, permitiendo que anden a su aire y estén satisfecho con ellos mismo y se acepten tal y como sean.
Fernández, en los hermanos Juan y Carlos Paterna, dibuja dos caras de una misma moneda. Juan, el hijo menor, vive bajo la sombra de su padre, lo necesita cerca para ser y respirar, se humilla, precisa de su aprobación constante, pero en su dualidad le complementa y le odia. La identificación es tal que los límites entre uno y otro están difuminados como los trazos de una acuarela.
Carlos, el mayor, toma el otro camino para significarse contra el padre, que es oponerse a él radicalmente, si su padre es una pieza del régimen, él militará en un partido de izquierdas sin quedar clara si su lucha se debe al descontento con el régimen, donde él ocupa un lugar privilegiado, o contra la figura paterna, en estos casos la necesidad de diferencia es tal, que se vive pendiente, no ya de tus propios logros, si no en la obsesión de medir al milímetro la distancias conseguida con el progenitor.
Alexia, es la hija menor, y es igual que su madre, que murió en ese parto, una imagen fugaz en un espejo que recuerda, pero como no es, decepciona.
La figura materna flota durante toda la función, tomando cuerpo en su ausencia, por un lado es un vacío en el retrato de familia como institución de la época, y es orfandad en lo afectivo, una ausencia que socava un hueco que no se llena con afecto alguno que nos depare en destino.
Tenemos un retrato dibujado con una ausencia, un muerto, y tres hijos sospechosos, la cuarta figura con la que contamos es el inspector Requejo, y aquí Fernández da otra vuelta de tuerca en lo que quiere incidir, que es el poder y la familia. El inspector Manuel Requejo, es el hijo de una criada del gobernador, que también calentaba su cama y le servía de desahogo. Requejo no es hijo del muerto genéticamente, pero se crió a su sombra, le pagó los estudios y cuando encontró la forma de devolverles el favor mirándole de frente para decir: «No soy tú hijo, pero te considero mi padre, y aquí estoy para lo que necesites...», su demanda afectiva choca con la frialdad del poderoso, y en vez de recibir una muestra de cariño, de quién tanto ascendente tenía sobre él, recibió un sobre con dinero, y este sobre ahondó otra forma de orfandad, un vacío quizá mayor que el que sienten los tres hermanos por la orfandad de su madre.
La función está montada de una forma clásica, porque tiene mucha importancia la palabra, un acierto a resaltar de la dirección de Antonio C. Guijosa, son las transiciones en negro, que quizá por el espacio tan particular como es La casa de la Portera sobrecogen. Otro acierto es la elección de los actores: Juan no podría tener otro físico que el de Rodrigo Sáenz de Heredia, compone muy bien un personaje difícil, un personaje macho y atractivo por fuera, pero totalmente desvalido por dentro, lleno de frustraciones con un fondo muy oscuro. Fael García, tiene la oportunidad de decir lo que piensa Carlos, su personaje, y le permite realizar un trabajo brillante, Alexia es Marian Arahuetes, la actriz compone un personaje irreal, que no toca nunca tierra, y es solo un reflejo de quien no es y lo hace de una forma creíble. El inspector Requejo, es un personaje muy rico: hijo doliente, huérfano, heredero espiritual, hombre duro de forma, carente de afecto de fondo, desclasado y proscrito, y Mon Ceballos tiene talento para limar todas las arista y recrear todos sus matices.
La historia no la voy a desguazar, pero quiero apuntar de nuevo que esta estuchada a modo de thriller, habla del poder, de la institución de la familia como primera institución de poder, dejando muy claro como por diferentes caminos se llega al mismo lugar, y llegado el momento tomamos decisiones calcadas a las que tanto nos escandalizaban en nuestros progenitores, la razón está clara: por mucha distancia que queramos tomar somos inconscientemente fieles a lo que hemos mamado.
Título: Liturgia de un asesinato / Autor: Verónica Fernández / Director: Antonio C. Guijosa / Interpretes: Mon Ceballos, Rodrigo Sáenz de Heredia, Marian Arahuetes y Fael García.
Esta reseña se escribió el 22 de mayo de 2014, cuando se representaba la función con el mismo elenco en La Casa de la Portera. A partir del 2 de octubre de 2014 se representa en el Teatro Galileo de Madrid calle Galileo nº 39 28015, los jueves y viernes a las 20:30h, sábado a las 20:00h y domingo a las 19:00h