Las historias melodramáticas basadas en hechos reales son un verdadero imán para los telefilmes de sobremesa y las producciones para la gran pantalla que pretenden lograr estatuillas en la temporada de premios. Lion, largometraje de Garth Davis que recoge la particular peripecia vital de un hombre indio adoptado por unos australianos que decide buscar a su madre biológica en su país natal, tiene los ingredientes necesarios para encajar en ambas categorías.
Quizá el gran problema resida, paradójicamente, en el buen sabor de boca que deja el primer tercio de la película, cuando el director, que debuta en el cine con este trabajo, y el guionista Luke Davies se centran en la desaparición del protagonista en los años ochenta del siglo XX. Los responsables de la cinta logran hacernos participes del sufrimiento del crío sin apenas diálogos y sacando el mejor partido de la mirada de un espléndido Sunny Pawar, que da vida a ese niño que su hermano mayor extravió en una estación de tren. El filme, basado en el libro Un largo camino a casa, logra entonces ser emotivo sin caer en lo lacrimógeno. Sin embargo, una vez que el chaval es acogido por un matrimonio de las Antípodas, Lion se adentra en el terreno del drama televisivo más convencional.
La ópera prima del realizador australiano cae en numerosas reiteraciones al mostrar la desazón de un joven traumatizado por su pasado que quiere encontrar a la familia que perdió cuando era un tierno infante. Por si fuera poco, algunos personajes no cuentan con el necesario desarrollo, especialmente el rol de la novia que interpreta una desaprovechada Rooney Mara, o, por el contrario, están un tanto inflados, como el papel de la progenitora adoptiva a la que encarna una notable Nicole Kidman. Tampoco parece de recibo que la cinta se convierta por momentos en un anuncio acerca de las bondades del programa informático Google Earth.
No obstante, quizá el gran problema de esta bienintencionada producción, especialmente en su desenlace, resida en el empeño de sus responsables en subrayar de manera un tanto excesiva los momentos más emotivos. Parece como si el director y los guionistas consideraran al espectador como un mero perro de Pávlov que responde de manera mecánica y unívoca a un determinado estímulo.
Lástima que lo que podía haber sido un sincero drama quede en un trabajo un tanto prefabricado y oscarizable donde destacan la bella fotografía de Greig Fraser, la sensible banda sonora de Hauschka y Dustin O’Halloran, y el esforzado trabajo de un reparto encabezado por Dev Patel, que encarna al protagonista en su juventud.