Vivimos momentos peligrosos, pasos difíciles y hasta malos pasos…todos los días. No hace falta tener espíritu de literato, ese señor o señora que vive más en su interioridad, aventuras a veces extraordinarias, que en su aburrida exterioridad.
Vivir, sencillamente, implica tener cuitas, problemas, dudas y hasta aciertos…todos los días. Porque la vida puede ser sencilla pero también muy matizada y sutil, en la que muchos recovecos nos dan pie a perder pie o a triunfar, según se tercie.
Y no es este un privilegio, o una desgracia, de los humanos, pues en nuestros animales más próximos, los de compañía, también descubrimos fuentes de hondura y espesor espiritual. ¿Espiritual?
¿Y por qué no llamarlo así? Muchos animales tienen autoconciencia, se reconocen por ejemplo en un espejo, y una sabiduría vital que muchos quisiéramos para nosotros. Yo suelo decir que tengo trato habitual con dos perros sabios.
Y claro que hay comunicación entre ellos y nosotros, con gestos, miradas, mimos, caricias, travesuras, destrozos, actos vandálicos (por su parte, claro)…Nos decimos mutuamente muchas y variadas cosas.
Para algunos, la vida puede resultar una pesada carga, más ligera para otros. Pero en cualquier caso, es un fardo el que nos echamos todos los días al hombro. Caminar con todo ese peso requiere de equilibrio, tesón y espíritu práctico.
Los que escribimos habitualmente, como ya he dicho, tenemos el privilegio de vivir aventuras increíbles en un vaso de agua, ante el velador de un café, o bien sorbiéndolo pausadamente delante del fregadero de nuestra casa.
Ningún escritor puede negar que la escritura constituye su fuente fundamental de saber estar, y permanecer, en esta vida. Lo que escribimos es a un tiempo nuestro pasado, nuestro presente, y en parte, nuestro futuro.
Ese es otro privilegio del que gozamos aunque a veces no lo tomemos en consideración. El tiempo transcurre en forma distinta para los escritores que para el resto de los mortales.
En efecto, no se trata solamente de que juguemos con el tiempo como elemento fundamental de la escritura sino de que vivamos al hilo de ese tiempo ficticio. ¿Ficticio?
Según y cómo. Lo es en tanto ha surgido de un papel antes en blanco, pero en tanto somos galeotes de la pluma y el papel, amarrados a nuestros bancos de escritura, vivimos, gozamos, perdemos y ganamos ese tiempo, específicamente.
No le digas a un escritor que levante la vista del papel y contemple al mundo. Porque te dirá que el mundo lo crea él mismo sobre el papel. Y es cierto. Los escritores gozamos de un tercer privilegio que es el de separar a nuestro antojo, o bien no hacerlo, realidad de ficción.
Sabemos vivir en un mundo de ficciones todo el tiempo que lo deseemos o nos lo permita nuestra vista, ya cansada de tanto leer y escribir. Y cuando dejamos a un lado nuestra tarea, la escritura, podemos seguir viviendo tranquilamente en tales mundos de ficción. Sólo nuestro antojo nos lleva a otras realidades. ¿Más triviales?
Porque esa es otra. El escritor siempre está a punto de mirar por encima del hombro y sopesar seriamente la posibilidad de bajarse de este mundo y encerrarse en alguna torre, no necesariamente de marfil, pero sí de buen material aislante.
La felicidad no suele ser tema de buenos escritores. Sencillamente porque en la ficción, la felicidad implica un punto y final de la historia. Y nosotros no escribimos, a lo largo de toda nuestra vida, más que con puntos y aparte.
No digo que eventualmente podamos rozar con la punta de la pluma, ese leve suspiro de la felicidad, pero siempre para dejarla escapar, como avecilla silvestre, no doméstica. Podemos saber de pocas cosas pero de la felicidad de dejar escapar siempre a la felicidad lo sabemos casi todo.
La escritura tiene momentos elevados y momentos pedestres, y también momentos bufonescos. Pero siempre se transporta y transporta con ella al escritor, en suaves ondulaciones, como colinas que hemos de ascender para contemplar un paisaje y volver a descender para gozarlo.
Escribir no es vivir, pero vivir sí es escribir. Vivimos como escribimos y siempre lo tenemos presente. Nuestro trabajo a tiempo completo como actores, de reparto la mayor parte de las veces, implica esta comprensión de la jugada.
Sabedores de mundos, para muchos otros ocultos, no nos afanamos en preservar nuestro conocimiento del vulgo, antes al contrario, desearíamos que se difundiera urbi et orbe. ¿Digo bien? Bueno…en realidad siempre nos guardamos algún as en la manga, puesto que siempre estamos pendientes de escribir “la” obra, la gran obra.
En la que verteríamos, ahí sí de una vez por todas, todos nuestros secretos de la vida y del más allá, que haberlos puede que los haya…
Así sabemos por ejemplo que el infinito es la única pareja de baile de la eternidad, lo que es como decir que a los números les está prometido el Paraíso…
Estupideces de tal calibre…pensarán nuestros enemigos, los hombres y mujeres prosaicos, ¿de acción?
¿Pero no habíamos quedado en que nos batíamos como jabatos en nuestros respectivos mundos interiores?
Sí, pero la exterioridad nos será por siempre negada a los escritores. El lugar de la verdadera acción, si es que esta existe para la raza humana, nos está vedado. No a nuestro pesar, todo hay que decirlo.
También sabemos, porque lo escribí hace poco, que el que vive en una isla desierta, como Robinsón, no sueña porque podría ahogarse en algún mar durmiente. Afortunadamente, siempre hay algún Viernes, real o ficticio, que le acerque un vaso de agua para poder tragar la noche.
¿Bello? ¿o meramente copulativo -de algún modo-? La diferencia entre ambas miradas está en la diferencia entre el escritor, y su contraparte, el lector, de los que no lo son. Los primeros atenderán a la belleza de la forma, y del fondo si la hubiere, los segundos buscarán siempre la chanza que les permita librarse de leer.
Porque hay una sorda guerra, patente y perenne, entre lectores y no lectores, no hay más que contemplar un vagón de metro en día y horario laborable. Distinguimos claramente los subsectores de los lectores y de los jugadores compulsivos con sus teléfonos que, claramente, quieren evadirse de la situación.
Los lectores no nos evadimos, jamás escapamos, porque siempre estamos en el mundo de Nunca Jamás y de ahí nadie nos podrá sacar, ni tan siquiera sacarnos de nuestras casillas.
La lectura es la pieza fundamental para poder escribir en algún momento. En ese sentido en todo lector hay un escritor en potencia. Y en muchos casos, en acto. ¿No decíamos que actuábamos como actores de reparto? Esta es una ocasión para lucirse.
Al leer somos uno y muchos a la vez, simultáneamente, nos regodeamos en las tramas y subtramas del texto, intercalamos miradas, pensamientos, ojeadas, interpolamos experiencias y circunloquios.
Leer nos convierte en uno con el mundo, poco importe si el mundo cabe en un libro de bolsillo, en un vagón de metro, o en una polis rica y plena. Porque no sabemos vivir, no concebimos vivir más allá de la polis, que a día de hoy es una federación, una trama de nudos y nodos esparcidos por toda la faz de la Tierra.
Así podemos ser rey-Planeta todos los días y durante las horas que deseemos sin levantar nuestros ojos de nuestros libros. Sabemos que la vida es dura y pasa. Sobre todo que pasa indefectiblemente.
Pero mientras podamos leer seremos inmortales, lo que nos convierte también en inmorales y perfectos. Perfectos sólo ante nuestros ojos interiores pero ya son ojos suficientes, ¿no os parece?
Además la inmortalidad lectora atrae como moscas a los pensamientos extraños, extraordinarios, extravagantes, vagorosos, perfumados, sesteantes, vigorosos, dulces y salados…y podría seguir mucho tiempo.
Pero no debo seguir, la función está a punto de terminar, el precio del ticket está a punto de consumirse y hemos llegado hasta donde nuestros ojos nos lo permitían, hasta el libro.
El libro es la forma más rotunda de decir que estamos vivos, que seguimos vivos, porque ser escritores y lectores es la principal seña de identidad de nuestra tribu. La tribu de los soñadores despiertos.
Aparentemente el libro es, pero no es cierto, el libro siempre puede ser, o está a punto de ser, nunca acaba de ser. Si fuera realmente, entonces no contendría mundos, sino especies y subespecies de dimes y diretes, poco más que cotilleos de patio.
Somos mientras no podemos dejar de ser, sólo durante ese tiempo… Y el tiempo es nuestro, de los lectores y de los escritores.
El lector juega un papel imprescindible en las múltiples interpretaciones del texto. Por tanto la verdad se transforma en interpretativa o hermenéutica. En las novelas no existe ningún final ni bueno ni malo, únicamente el lector debe buscar a sí mismo un final que le satisfaga el espíritu aunque sea inventándoselo. El lector se enfrenta a los textos novelísticos con imaginación para dejar las historias abiertas. Lo básico y más importante es el camino que el lector y el autor recorren juntos.
A través de la metaficción se le recuerda al lector que está delante de una obra de ficción en la que existe un juego ficcional y por tanto, una frontera entre la ficción y la realidad.
La más sofisticada tecnología influye hoy en día en el lector y más concretamente en los jóvenes que manejan la red informática por medio del correo, whatsupp, publicaciones en los blogs, el messenger, Eso implica a veces cierto aislamiento, un cierto predominio de lo individual sobre lo universal, lo psicológico sobre lo ideológico, la comunicación sobre la politización, la diversidad sobre la homogeneidad y lo permisivo sobre lo coercitivo.
El lector inmerso en un pacto narrativo puede interpretar cierto y verificable el contenido de una historia a través de la concepción de los diferentes tipos de mundo. Un pacto irrevocable entre lector y autor que sirve para analizar la realidad y los diferentes tipos de mundo que existen.
Un artículo de gran capacidad intelectual del excelente autor y filósofo José Zurriaga así como un análisis minucioso de la relación escritor-texto-lector. Mi más sincera enhorabuena.
Las distintas ficciones que nos envuelven, tanto al escritor como al lector, derivan en sentidos notoriamente diversos por mediación de las nuevas tecnologías aplicadas a la escritura, y a la lectura. No sólo somos en la escritura, y en la lectura, sino también en la «ocioesfera» que nos contiene y nos maneja a su antojo, de aquí para allá.
Muchas gracias a la espléndida escritora y ensayista Almudena Mestre por su detallado y esencial análisis de mi artículo. Un fuerte abrazo.