Lectores, escritores, escenografía: cuando la vida te importa una mierda.

Lectores, escritores, escenografía: cuando la vida te importa una mierda.

Por Javier Divisa.

 

Narra la leyenda del siglo XXI que de la literatura no se puede vivir, que es un trabajo inútil, ineficaz para la supervivencia económica.  Claro que lo es en un 99% de los severos episodios de gente que se lanza a escribir libros de su épica existencia porque mi vida bien vale una novela. Sí, un libro de autoayuda, posiblemente.  Por supuesto que es un trabajo improductivo  y no se puede vivir. Incluso también puedes decirlo habiendo ganado el Planeta, el Primavera, el Nadal, el Cervantes y el Hiperión. Seguro que Lucía Etxebarría, Juan Manuel de Prada y Espido Freire (todos ganadores del Planeta) han dicho en algún momento de su vida que de la literatura no se puede vivir, que hay que pagar luz, agua, teléfono y cubrir necesidades básicas (en fin, esto último es más propio de Lucía Etxebarría). De la literatura no se puede vivir, porque no es moderna, ni vanguardista, ni fresca, ni flamante como los realities de Mediaset y las series de Netflix, y sobre todo no se puede vivir porque la literatura (mi vida da para una novela) casi nunca es literatura (cómo vas a vivir de algo que no estás haciendo).

Cuestión aparte el panorama del público literario, dónde, cómo y por qué razón leemos libros, el universo de los lectores que jamás vivirán de la literatura, pero posiblemente salvarán su vida. Estamos hablando de leer un Premio Planeta en la playa, porque los Premios Planeta se suelen leer en la playa, debajo de una sombrilla, mientras haces tiempo antes de que pase el niño andaluz del carrito de las cervezas heladas y las patatas fritas, porque ahora tienes una mísera botella de agua caliente y una criatura de dos añitos y medio que se cansa de los frágiles castillos de arena mojada y está todo el rato diciendo agua y guau. Ahora tienes un yerno que está leyendo el Marca y murmulla no sé qué de Benzema, y que seguramente se llama Rosauro porque es un rico decadente y Sotogrande ya se acabó, ahora toca Matalascañas. O igual tu yerno se llama José Antonio, o Jonathan, porque eres muy joven, querida, y fuiste la abuela más bisoña del barrio. Eres la lectora del Premio Planeta, te llamas Macarena, trabajas en la Seguridad Social con reducción de jornada y eres clásica y tradicional, pero quieres modernizarte, y por eso llevas un mechón de pelo azul, un colgante tribal de Ganesha y un pendiente con una pluma de pavo real que para eso tienes el cuello largo y ligeramente musculado. Eres socia del Círculo de Lectores desde 1985, y dices lindezas como los personajes están muy logrados, hay que ver la cantidad de adjetivos que pone para describir a la muchacha y engancha mucho, es que no puedo dejarlo, Maricarmen. Es muy habitual que los Premios Planeta no sean buena literatura y es muy habitual que los Premios Planeta sean buena literatura y puedas vivir una larga temporada de un tochazo de más de quinientas páginas, porque también lo ganaron Muñoz Molina, Marsé, Ana María Matute y Vargas Llosa. Pero también los Premios Planeta son libros de buscar cosas y matar a uno de los que busca las cosas, con toda su veneración y consideración por el cliché develar misterios y encontrar cosas y personas.

El Premio Planeta no es vanguardista, destila páginas (de manera casual y azarosa) del santo grial y la muerte de un alumno de un colegio irlandés, todo a la vez, de un escritor investigando la muerte de su marido en un accidente de tráfico en Galicia y el argumento es nada es lo que parece, de un asesinato, de muchos asesinatos y de los mares del Sur y la Polinesia, o de Manuel Godoy y la duquesa de Alba. Da igual de qué vaya el Premio Planeta, pues es la tendencia mayoritaria, el mainstream del momento, y qué más dará una novela moderna o profética de Ben Lerner, Francisco Casavella, Kingsley Amis o Gregor Von Rezzori si eso no se puede leer en la playa y te va a hundir la puñetera vida y la convivencia familiar.

Todo es una broma (y no tan broma), la pregunta de la escritura literaria y su lector puede parecer retórica y no admite una respuesta taxativa, pero tampoco es baladí ni despreciable que cualquier novelista inteligente con cierta (o toda) intención mercantilista sabe que está trabajando en un punto intermedio de escritura intimista y escritura para el lector, en medio de la tensión entre los dos polos, si bien la pregunta tiene trampa (¿qué escribir?, ¿qué tipo de libro prefieren los lectores?), pues caemos en el prejuicioso convencionalismo de que el lector siempre es emotivo frente a un buen drama, acomodaticio y frágil frente a la narrativa de misterio y risueño frente al humor obvio, guarro e irrebatiblemente soez. Una especie de hámster, de rumiante de Gran Hermano Vip, atrapado, drogodependiente, que es que no lo puedo dejar, Macarena, cómo me identifico con la muchacha. Olvidamos al lector rarito y tocapelotas, o escrito de la correcta manera, extravagante y excepcional, que abre un libro y busca un placer más específico que se desliza por una vía tan innovadora como súbita e inesperada (10:04, Ben Lerner, La muerte de mi hermano Abel, Gregor Von Rezzori, todas las obras de vuestro amado Borges). De manera que si el narrador de la escala excéntrica y estrambótica escribe pensando en sus lectores logrará perfectamente defraudarlos, pues su triunfo literario (entre los suyos) se basa en el descuido total de sus clientes; derrotar los clichés y los modelos novelísticos más arraigados y relanzarse a los azares y la aventura, lo cual también supondrá una maniobra perfecta para no ganar el Planeta y no gustarle a Macarena. Y yo (en determinados casos) voy a muerte con Macarena.

Por otra parte hay escritores y escritoras afectados,  mercantilistas, muy mercantilistas, acojonados, valientes, fanáticos, extremistas, tolerantes, conciliadores, excesivos, tranquilos, preocupados por la posteridad, por las redes sociales y por todo lo que escriba Javier Marías en sus columnas de naderías, y lectores (también tienen su tipología, desterremos lector a secas) acomodados, sin pretensiones, descarados, insolentes y atrevidos. Tengo la certeza de que los lectores con sus interpretaciones concluyen el alcance y significado de un libro: a veces con unas consecuencias admirables y un gran aprendizaje y placer, a veces con otras consecuencias tan admirables que es el lector quien daña y arruina un libro. Me equivoco al escribir, también yerro al leer, pero nunca he dicho que cuando soy lector estoy vendiendo cosméticos en el Corte Inglés de Castellana. Si te pone nervioso, como escritor y lector, que te doren la píldora, vas muy bien. Eres casi escandinavo y tienes todo el derecho del mundo a decir que el último Premio Planeta es una obra maestra.

Y luego están los que se lanzan a la aventura de leer Solenoide y Patria, que es cuando la vida ya te importa una mierda.

Autor

Javier Divisa. Mercader a tiempo parcial y escritor a intervalos fragmentarios. Autor de la novela Tres Hombres para Tres Ciudades, su segunda obra vio luz bajo el título Valientes Idiotas. Desarrolla su cáustica y rigor literario en reseñas literarias para Eñe y Revista Cultural Tarántula. Ejerce como articulista y cronista en CTXT y compagina la literatura con el business de la moda. Ha ganado algunos premios narrativos, todos sin la pertinente dotación económica, aunque eso es algo que podría lograr un mono con lobectomía cerebral. También ha sido incluido en diversas antologías de jóvenes autores de libros que están enterrados hace años en el cementerio de Père-Lachaise y no leyó nadie. Actualmente muere en Madrid, escribe varias veces todos los días a lapsos de quince minutos y nunca aparenta estar feliz en Facebook. Su tercera novela se llama Magdalena.

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