Se llama Irene, y tiene ojos como de corza en celo. El pianista sale al escenario aún embebido en ella y va esculpiendo su desnudo a golpes de tecla rápidos y calientes. Los acordes forman un vórtice, ascienden hasta el techo y desde allí se precipitan sobre el público que llena el auditorio. Clavan al joven pelirrojo al aroma de la desconocida sentada junto a él. El alumno del conservatorio se abandona a la mano de su compañera de clase, que sin previo aviso cabrillea por sus muslos. Las notas vuelan en tropel buscando una salida, y en su camino anudan a los acomodadores en el beso que hace tanto guardaban bajo llave. La melodía planea sobre las avenidas, dejando tras de sí un rastro de caricias y suspiros. Sale de la ciudad y viene a dar a un huerto. Mientras los pepinos requiebran con pasión a las lechugas, en un último envite se hunde profundamente en tierra bajo las tomateras.
Días después, durante su almuerzo de trabajo, justo al probar la ensalada, el Director General advierte con sobresalto que el Asesor Delegado tiene ojos como de corza en celo.