Los días aún corrían despacio para él, y la voz grave y segura de su madre le protegía de los peligros que acechaban fuera de casa.
Ella solía decirle que había vivido en una isla donde ocurrían cosas sorprendentes. Una vez un hombre le regaló su corazón, y así tuvo dos corazones con los que poder amar al doble de personas y en la mitad de tiempo. Otro le presentó a individuos de todos los colores, sexos y creencias que defendían sus ideas sin riesgo de que los acusaran de pervertidos. Uno más le enseñó un libro que contenía el secreto de la inmortalidad entre sus páginas. Y también pudo visitar palacios en ruinas donde la gente aumentaba y disminuía de tamaño para adaptarse a los amaneceres y atardeceres que llegaban tarde, y se subió a unicornios que reían y hablaban por los codos y hacían el amor tan tranquilos a la vista de los demás, y vio barrancos y acantilados que perfilaban el final de una tierra que no terminaba ni empezaba nunca. Alguien le dijo que las ruinas de los palacios eran circulares, y que los monos subían y bajaban libres por sus muros, y te cogían de la mano y te arrastraban a la siguiente habitación, donde los muebles y objetos cambiaban de dimensión si los mirabas de otra forma.
Al terminar el cuento, el niño siempre se subía a un caballo de madera y viajaba a esa isla para encontrarse con su hermana. A la niña también le gustaban las personas que tenían dos corazones, las ruinas circulares y los monos y unicornios que hablaban por los codos antes de cerrar los ojos y dejar de soñar.
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