Tras una agotadora jornada e inmersos en una ola de calor, decidimos visitar la Îlle de la Cité para contemplar las célebres Sainte Chapelle y por supuesto Notre Dame. También disfrutamos como el protagonista de Las babas del diablo, el fotógrafo y traductor franco-chileno Roberto Michel, contemplando la Conciergerie y la Îlle de Saint-Louis. Podía parecer pese a su pulcro aspecto un islote carente de atractivo, máxime si lo comparábamos con su vecino La Île de la Cité. No obstante Michel, cámara en mano como si de Joe Pesci se tratase en El ojo público (Howard Franklin, 1992), siempre permanecía atento ante cualquier pequeño detalle digno de ser retratado.
Nosotros plasmamos nuestra visita en un pequeño diario de viaje, Julio Cortázar en su inquietante relato. El autor de Rayuela era un buen conocedor del mapa urbano de París tras residir en Francia gran parte de su vida, de hecho se nacionalizó francés en el año 1981 en señal de protesta contra el régimen militar argentino.
En Las babas del diablo, Michel sabe observar, es decir detectar que realmente algo está sucediendo detrás de una situación trivial. Y fue allí en la punta de la Îlle de Saint-Louis (aquel vértice que como la proa de un barco divide el Sena), donde contempló al chico por primera vez: asustadizo, temeroso, rebosante de una vergüenza de la que deseaba despojarse en veloz huida hacia cualquier refugio donde sentirse a salvo.
Su aspecto, el de un chico bien: buena ropa, buena presencia; púber quinceañero sin una moneda en el bolsillo. Próxima pero opuesta al joven, la mujer: rubia, melena mesiánica al viento que no cesa, negro abrigo nacionalsocialista que sugiere algo turbio; pero ¿el qué? Mientras las nubes siguen desfilando sobre las cabezas de los protagonistas, ellos están inmersos en un ritual basado en la pasión y el deseo: él, retrocede, ella, majestuosa madame curtida en mil batallas lo avasalla, lo arrincona, prácticamente lo hace sucumbir ante el retraimiento del chiquillo. La lujuria planea sobre ellos y las nubes los rodean como buitres sobrevolando su anhelada victima; y Michel lo contempla. Nunca dos estuvieron tan cerca, pero a la vez tan lejos (al menos uno de ellos en otro plano, en otro lugar del que nunca debió alejarse).
Michel decidió sin dilación y buscando el encuadre perfecto, sin cuerpos inertes que entorpeciesen la obra, captar el asedio de la mujer al desvalido chico. Tras ser Michel sorprendido por la inusual pareja, surgió la oportunidad: el chaval aprovecha el desconcierto para huir a toda velocidad, ella increpa al fotógrafo y le exige la pose robada. Ante la negativa aparece un tercero en acción. De aspecto poco halagüeño, surge de la protección de un vehículo desde el que, como Michel, contemplaba el discurrir de los acontecimientos. Ojos hundidos y orificios nasales de ofidio son su tarjeta de presentación. Un sombrero gris jalona su inquietante presencia. Salvaguarda o quizá forma equipo con la mujer de correcta dicción, clase alta parisina, a la que acude como refuerzo cuando el franco-chileno no accede a la cesión de las imágenes. Y proseguían las figurativas nubes ofreciendo su amplio repertorio.
En la soledad y quietud de su apartamento, el oscuro estudio revelador de identidades robadas, Michel insistía en la traducción del tratado de José Norberto Allende. Entre las fotos de la Conciergerie (flor de la aristocracia y siniestro yugo revolucionario) y las de la Sainte Chapelle, destacaba y no solo por su ampliación, la foto de la mujer rubia y el adolescente. Michel no dejaba de contemplar aquella omnipresente instantánea del funesto cuadro. Comenzaba a vislumbrarse su semejanza con el El retrato de Dorian Grey; la imagen iba tomando forma y adueñándose de la estancia con su vívida personificación. De una vez por todas el mal tomaba el mando, y no estaba dispuesto de nuevo a perder su víctima. El hombre del sombrero gris se postulaba como protagonista, la mujer se relamía por la compensación de la reciente ignominia; se mascaba la tragedia. Pero otra vez Michel rompió el malévolo hechizo para que la presa lograse soltarse de las fauces que lo sometían; ellos, la mujer y su caudillo no le perdonarían: en el asfixiante interior del cuarto flotaba la sombra de un pájaro aterrador. Su intensidad y presencia provocaban el atáxico llanto de nuestro protagonista; después todo acabó.
Las nubes aún flotan en anárquica procesión. Algunos pájaros entran en escena…¿son palomas o gorriones?
Magnífico relato-crónica de la intrahistoria de un cuento…Seduciendo incautos, y no tan incautos, avanza en tropel hasta avasallar a gorriones y palomas que a su alféizar se han asomado.
¡Estupendo, Javier!
Muchas gracias José por tu opinión y más viniendo de un experto en relatos.
Está considerado como uno de los mejores cuentos de Cortázar, y lo cierto es que te mantiene en vilo hasta el final.
Seguiremos disfrutando con este formato que tantos grandes autores nos han legado.
Un fuerte abrazo.