La mujer del embajador no se olvidó de sonreír en ningún momento, ni de comportarse como la perfecta anfitriona. Era alta, delgada y tan pronto parecía tener rasgos orientales como occidentales. Él no apartó la vista de ella en toda la fiesta. Aunque había mujeres interesantes, no se fijó en ninguna.
Volvieron a estrecharse la mano a la salida.
En la calle nevaba.
Al llegar a casa, se desanudó la corbata y se recostó en el sillón. No se podía quitar a aquella mujer de la cabeza, ni el calor de sus manos. Era como si la piel de ella se hubiera estampado en la suya dejando grabada su propia historia. Estuvo tentado de llamar a una prostituta, marcó incluso un par de números de la última chica que había estado en su piso, pero al final dejó caer el teléfono con desgana sobre el sillón. Le asaltaron imágenes de su infancia, de esa vieja casa donde se había criado junto a cinco hermanos y en la que había pasado hambre. Al principio tuvo que utilizar las manos para trabajar la tierra, aunque después le sobró con su cerebro y su astucia para llegar a la cima del mundo. Había triunfado en Wall Street como bróker, ganaba mucho dinero, vestía con elegancia y conducía coches deportivos.
Se miró las manos; aunque acababa de cumplir cincuenta años, parecían las de un viejo.
Volvió a buscar el móvil y marcó el teléfono de la embajada. Llamó varias veces, pero no lo descolgó nadie. Luego se miró las manos y siguió pensando en ella, hasta que se quedó dormido con la ropa puesta.
Al despertar las arrugas habían desaparecido de sus manos.