Si se trata del último pase al que asistí en esta sala de cine albergaré siempre el recuerdo de haberla besado al terminar la proyección. También que los dos sospecháramos que aquella era la última película que veríamos allí, y que el beso, tan premeditado como el vuelo de las aves, inundara la sala vacía y silenciosa, iluminada a la espera de quedarse sola, en una soledad continua, donde el rojo de las butacas y el negro de las paredes se parecieran tanto a las bocas a contracuerpo, cuando al cerrarse solo acogen el rojo de la lengua y la oscuridad de la estrechez.
El mundo que vivimos está a las puertas de una casa abandonada, parece que nadie abrirá para socorrernos. Lo digo porque la desaparición de salas de cine, de editoriales, de periódicos, de teatros, de salas de concierto, de galerías… supone una pérdida tan importante como la de los comercios de todo tipo o las empresas de servicios tan dispares como la reparación de coches o la limpieza del hogar. Sin embargo, que los agentes de la cultura se encuentren en una malograda suerte de vías de extinción, en una agonía fúnebre, viene a ilustrar el pobrísimo panorama que protagonizamos, la crisis real de nuestra era: los espacios de la cultura, es decir, los escenarios de la imaginación, esa corriente que nos lleva y nos hace indiscutiblemente humanos, se mueren.
Y en la contradicción que supone permanecer creando, dar vida a todas las historias, reside la clave del futuro, el chaleco salvavidas. Podría abrazarnos la desilusión más triste, como los versos de aquella noche que Neruda hizo eterna, pero los artistas tienen el deber moral y social de contribuir con su acción en el cambio que ya es. Más allá de los medios, los formatos y las plataformas en las que nos toque exponer nuestras obras, es urgente no abandonar la imaginación; ahora más que nunca, es momento de ofrecer a esta tesitura mundial el alimento del arte, que sacia las hambrunas que empiezan en el estómago y terminan en la boca, esa boca que a la que un día le prohíben el beso, y más tarde, la voz.
Porque es propicio este tiempo nuestro para la manipulación del individuo, de los pueblos, y es preciso cantar aquello de “si no creyera en lo que esconde hacerse hermano de la vida”. Es rotunda la afirmación de que los artistas son, en consecuencia, hijos de la vida, hermanos de los otros, y un amor de familia, de familia tolerante, sin componentes religiosos que la limiten, ha de fortalecer ahora los lazos de la piel.
Me detengo a releer lo escrito y compruebo cómo la sala de cine me ha llevado a derroteros que circundan la vida, la vida entera. Y quizás sea redundante el puñado de palabras que aquí reúno, redundante lo que dicen, cuestionable tal vez. Pero la vida se repite como una película que deseas visionar de nuevo porque algunas escenas, indelebles pese al futuro, devuelven la emoción que un día las hicieron nuestras, se ataron a la biografía que respiramos.
Siempre nos quedará la memoria, y el beso, y París.