Por NACHO CABANA
¿Tiene una madre el derecho moral a exigirle a una hija que se quede con ella siempre, que viva supeditada a sus prejuicios y necesidades? ¿Por qué una persona acepta postergar su vida hasta que lo decida su progenitora? ¿Creen ambas que llegar a los cuarenta sin haber conocido -la menor de las dos al menos- el amor, el sexo o la libertad de vivir sin permiso no va a pervertir y pudrir su relación llenándola de frustración? Y cuando todo esto llega al hogar y en él se instala el odio y el rencor… ¿es posible escapar?. ¿Se puede salir de las cuatro paredes de tu supuesto lugar en el mundo y correr por el barro en busca de la vida escapada, fugada, negada?
Todas estas preguntas sobrevuelan el texto de La reina de la belleza de Leenane, primera obra escrita por el irlándés Martin McDonagh e iniciadora de la trilogía de Leenane completada por La calavera de Connemara y The lonesome west.
Se trata de un texto cuyo mayor reto a la hora de llevarlo a escena es calibrar el nivel de crueldad que alcanzan los dos personajes protagonistas. Controlar el drama para no caer en la parodia. Saber dar paso a un cierto humor negro sin que éste se adueñe del drama.
Julio Manrique consigue manejar con acierto lo anterior en todas las escenas de la obra excepto en las que incluyen al personaje de Ray Doodley interpretado en el montaje de LaPerla 29 por Enric Auquer.
La viciada e irresoluble relación que se establece entre Maureen y su despótica madre Meg (así como entre la primera y Pato, el galán al que la mujer madura convierte en el tren que la saque del perdido pueblo irlandés que habita) están plasmadas por Manrique en escenas permanentemente presididas por el claroscuro lluvioso; la casa con los muebles viejos siempre en el mismo sitio, la rutina que no se puede romper, la queja permanente.
Es admirable cómo Marta Marco modera los cambios de un estado de ánimo a otro, haciendo latir en la moderación la cólera que está a punto de brotar pero aún no ha sido provocada. Marissa Josa fuerza a veces un poco más de la cuenta su expresión corporal para subrayar el uso que de su decrepitud física hace el personaje para chantajear sentimentalmente a su hija.
Cuenta Manrique para dar ambiente y credibilidad a una historia en la que es muy importante el espacio y el tiempo en el que se desarrolla (Irlanda, a principios de los 90) con una magnífica escenografía de Sebastià Brossa y una intimista iluminación de Jaume Ventura. Hemos visto muchas veces llover en escena, pero no que el agua caiga sobre tierra y todo el teatro huela a barro mojado mientras dos cortinas de lluvia ejercen de muros invisibles del decorado. Muy interesante el camino abierto a incorporar el olfato a los sentidos activados por el teatro.
El problema del montaje que hemos podido ver hasta el domingo 14 en la Biblioteca de Catalunya es que Manrique utiliza al personaje del hermano del pretendiente de Maureen, para romper con secuencias de intención abiertamente cómica, la claustrofóbica atmósfera con tanto esfuerzo lograda. Es totalmente intencionado por parte del director, pero Enric Auquer lleva el personaje a terrenos cercanos al “neng de Castefa”, pertenecientes sin duda a un universo y un tono opuestos al planteado en el montaje (también en cuanto a peluquería y vestuario). La duración de las intervenciones de este personaje está, además, bastante sobredimensionada dado que se trata de un rol puramente funcional (estamos ante un texto de sencilla pero eficaz construcción dramática). Ernest Villegas, por el contrario, está preciso y creíble en cada una de sus aparicones como Pato, el enamorado que lo es precisamente porque se va de Irlanda.
Es La reina de la belleza de Leename una obra que haría las delicias del Haneke de La pianista aunque McDonagh y Manrique, al contrario que el director austríaco en su película, saben frenar la crueldad justo antes de caer por el precipicio .