Detalle de Las Euménides de Pi i Margall (1859).
Por Marcos Gisbert
Tradicionalmente, se ha considerado que la política es la única práctica efectiva que puede ser capaz de modificar las coordenadas de la realidad colectiva. En la Antigua Grecia, sabían ya de la importancia de la política en el desarrollo de la polis (tal origen etimológico no es casual), y el teatro como institución pública fue una herramienta de pedagogía fundamental en la capacitación de la ciudadanía como sujetos políticos e históricos. Es sabido que el tan mentado coro griego estaba formado por un grupo variable de jóvenes cuya participación en las representaciones teatrales, mediando una severa disciplina, era una parte de su instrucción militar para servir posteriormente a los intereses de la ciudad-Estado. O que muchas obras de los trágicos formaban en valores a la ciudadanía en el complejo tránsito histórico de la tiranía a la democracia. Así, en obras como Las Euménides, no es baladí que se recree un juicio en el que Apolo y las Erinias comparecen ante un jurado de atenienses en el Aerópago para decidir el modo de hacer plena justica ante el asesinato de Clitemnestra por parte de su hijo Orestes. Estamos en una fase temprana de (lo que se nos conserva como) la tragedia griega, el temor a los dioses aún resulta omnipresente y encontramos conceptos hoy extraños a nosotros, como el de “homicidio justo” (φθόνος δίκαιος), herederos de la época micénica, arcaica y tribal previa a la ateniense. Pero encontramos también ya expuestas ideas del “milagro griego” que pone al ser humano en el centro, considerando algo tan contrariado en su tiempo como que la misericordia debe prevalecer siempre sobre la severidad.
Con la irrupción de Internet, el streaming, las redes sociales y las plataformas de contenidos, cuando desde la nueva concentración de poder económico que son las tecnológicas se insiste en defender con cierto adanismo, cuando no mesianismo, que todos los paradigmas han cambiado, quizá lo más sensato es quitarse las google glass de encima y cantar con David Bowie aquello de Nothing has changed. Como la antigua skené griega, la pequeña pantalla, con un abanico cada vez más variado de obras divulgativas, se ha convertido en un espacio de representación capaz de modificar la realidad, no ya solo de mostrarla o difundirla tal y como ocurría de un tiempo a esta parte. Hay precedentes, como esa joya del true crime que es The Jinx (HBO, 2015), donde el inquietante protagonista fue detenido en California al día siguiente de la emisión del episodio final de la serie al confesarse culpable ante la cámara y un micrófono que creía apagado.
El género ha entrado en estado de gracia en los últimos años, accediendo a la reapertura de casos procesales que en su día se cerraron por oscurantismo judicial, falta de pruebas, o intereses corporativos varios. Surviving R. Kelly (Lifetime, 2019, en Netflix), basado en entrevistas a las víctimas que, por vez primera, relatan sus estupros ante la cámara, reabrió varios casos contra el cantante Robert Kelly. ¿Quién mató a Malcolm X? (Netflix, 2020) ofrece dudas fundamentadas y pruebas testimoniales sobre los dos hombres condenados erróneamente durante el proceso por el asesinato del líder del movimiento afroamericano, lo que ha ocasionado la revisión del caso cincuenta y cinco años después, tal y como se anunció desde la oficina del fiscal de distrito de Manhattan tras la emisión del documental y a raíz de este mismo. Uno de los fiscales asignados a tal caso fue también el causante de reabrir aquel de Los Cinco de Central Park, en torno a una acusación sin pruebas suficientes contra un grupo de cinco jóvenes del barrio del Harlem por reducir y violar a una corredora en el centro de la Gran Manzana en 1989. Tras pasar entre doce y catorce años entre reformatorios y cárceles, un hombre responsable de similares forzamientos confesó el crimen y las condenas de “los Cinco” se anularon en 2002. En 2014, un juez federal los indemnizó con una compensación millonaria. Quizá un documental de Ken Burns (The Central Park Five, Ken Burns-Florentine Films, 2012) tuvo algo que ver en la reapertura del caso, que ha adquirido “tintes universales” (sea lo que esa expresión quiere decir) con una reciente miniserie producida por Oprah Winfrey y que brilla por sí sola (Así nos ven, Netflix, 2019). En tierras más aledañas, se consiguió reabrir el caso del asesinato de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, con la serie documental Muerte en León (Movistar+, 2016), que se ha prolongado no hace mucho con una película en HBO.
En el terreno de la ficción más tradicional, también se hace obligado abrir rendijas y grietas por los que hacer entrar trazas de realidad, quizá no tanto en su naturaleza misma de ficción, sino en sus modos de producción, difusión, consumo. Por poner dos ejemplos, Mosaic (HBO, 2018), dirigida por Steven Soderbergh, se emitió en el modo tradicional a la vez que en una aplicación móvil creada al efecto, de modo que, valiéndose del dispositivo, se podía seguir la investigación narrada saltando de una escena a otra a libre voluntad, lo cual no deja de ser la versión dos punto cero del clásico Elige tu propia aventura. Más interés cobró quizá la emisión de El tercer día (Sky-HBO, 2020), un relato atmosférico adscrito a las convenciones del folk horror, en tres partes pero cuya parte intermedia fue un evento en directo desde un teatro londinense con público en vivo y transmitido por streaming, y que fue descrito por Dennis Kelly, creador del invento, como una inmersión teatral. Consistió en la celebración de un festival estacional que celebran los aldeanos de la excéntrica localidad donde se desarrolla la trama de ficción, siendo la primera vez que un evento en directo de este tipo formaba parte de una serie, pero en el que los participantes vivían la experiencia festiva “como real”. Quizá vivamos en un mundo tan ahíto de ficciones e incertidumbres, que apelamos esta vez a la realidad para que dé forma previa a nuestros relatos. Quizá el rol del artista se haya invertido en nuestros días y, si en el pasado, nos veíamos abocadas a producir ficciones, ahora que estamos rodeados de ellas, el artista debe producir realidad, o mejor, un artificio de realidad, el tan mentado simulacro, donde los espacios de representación cambian de forma, de la escena a la pantalla y de la pantalla a la escena, pero mantienen igual función.