«La muerte nos iguala a todos. Es la misma para un hombre rico que para un animal salvaje». La célebre frase del Dalái Lama podría resumir parte del espíritu de La muerte de Luis XIV, el largometraje del realizador catalán Albert Serra. No obstante, si analizamos la conocida cita, veremos que, aunque el deceso sea inevitable en ambos casos, el individuo acaudalado y poderoso tiene quizá mucho más que perder que la bestia que vive a la intemperie. En el caso de Luis XIV, uno de los monarcas que simbolizó el absolutismo, la debacle debió ser verdaderamente traumática, especialmente si tenemos en cuenta que era un verdadero bon vivant.
El autor de Historia de mi muerte y El canto de los pájaros reconstruye los últimos momentos de un gobernante que amaba los placeres terrenales como ningún otro, pero tuvo que resignarse a morir a consecuencia de la complicaciones relacionadas con una pierna gangrenada. Con unos diálogos que se acercan en lo posible a los modos de hablar del siglo XVIII y un guion basado en textos del duque de Saint-Simon y el marqués de Dangeau, el cineasta español nos hace participes del gusto del rey por las mujeres, los dulces o los perros.
Son los momentos más lúdicos de la película, donde el rey parece todavía no parece muy consciente de su inminente defunción. Esos instantes felices funcionan casi como diabólico contraste del lento proceso de agonía que precedió a su fallecimiento. Todo ello, eso sí, convertido en un siniestro espectáculo donde una multitud de médicos y numerosos miembros de la corte fueron espectadores de excepción.
El largometraje, que se desarrolla casi exclusivamente en la habitación del soberano, pone de manifiesto hasta qué punto el gobernante era un hombre casi todopoderoso que hacía girar gran parte de la vida de Francia entorno a él. No en vano fue bautizado como el Rey Sol, porque casi todo en su reino gravitaba a su alrededor. Así se comprende mejor la actitud de los doctores en el largometraje, verdaderamente apesadumbrados ante el estado de su señor y tan desesperados que no dudan en acudir a extraños curanderos en busca de una solución milagrosa.
Con un ritmo pausado, un estupendo decorado y una tendencia a primar los planos estáticos de larga duración y de cuidada composición, Serra convierte al espectador en un testigo de primera mano de un acto fundamentalmente íntimo como es morir, pero que en el caso del monarca galo fue un extraño espectáculo macabro que presenciaron bastantes más personas de lo habitual. Gran parte de la efectividad de esta propuesta no apta para todos los públicos reside en el tono regio y desafiante que le imprime Jean-Pierre Léaud a su moribundo protagonista, y un conjunto de actores de reparto que otorga a sus interpretaciones un adecuado acento teatral.