La mirada del suicida

La mirada del suicida

Una realidad ineludible

El temido «efecto llamada» hace que, por lo general, periódicos y noticiarios hagan oídos sordos a una funesta realidad, que en todo el mundo se cobra un millón de vidas cada año: el suicidio. Sin embargo, como asegura Juan Carlos Pérez Jiménez en -el por momentos brillante libro- La mirada del suicida (Plaza y Valdés, 2011, 17,50 €),  «la imitación o el contagio no se propagan necesariamente a través de un medio de información»; en última instancia, desconocemos otro tipo de factores, más personales y totalmente subjetivos, como el contexto en el que se da el propio suicidio, o las razones más hondas que empujan a una persona a este proceso de autodestrucción (en numerosas ocasiones, producto de un difícil itinerario emocional).

Todo periodista aprende en sus años de formación que el suicidio no es noticia, a menos que el fallecido tenga una dimensión pública o el hecho adquiera, por algún otro motivo, relevancia social. […] La cuestión es que esta bienintencionada cautela informativa ha derivado en un silencio sepulcral en torno a una de las cuestiones que mayor atención requiere en nuestros días.

Si echamos un ojo a los libros de estilo de dos de los diarios españoles más importantes, encontramos que para El Mundo «un suicidio no debe ser noticia en sí mismo. Acaba siéndolo cuando el autor es un personaje relevante o cuando se convierte en un hecho significativo por la forma de llevarse a cabo, la edad o el problema social que se esconda detrás». Por su parte, en El País se explica que «el periodista deberá ser especialmente prudente con las informaciones relativas a suicidios, […] porque no siempre la apariencia coincide con la realidad, y también porque la psicología ha comprobado que estas noticias incitan a quitarse la vida a personas que ya eran propensas al suicidio y que sienten en ese momento un estímulo de imitación».

La mirada del suicida

El efecto Werther

Hace algunos meses, el escritor Antonio Priante presentaba un muy recomendable libro que encierra una novedosa concepción sobre el suicidio; en su obra, éste es tratado como una de las manifestaciones más altas del arte universal: una obra de arte que a su juicio pone al desnudo los estremecimientos del alma que conducen a la decisión fatal. El libro, cuyo título reza Del suicidio considerado como una de las bellas artes (Minobitia, 2012, 15 €), supone una buena oportunidad para acercarse a un universo por muchos proscrito, y que, a pesar de los avances tecnológicos y científicos, sigue constituyendo a día de hoy un tema tabú por cuanto nos hace enfrentarnos a lo más desconocido de nuestro ser.

Priante

Sin duda, la ficticia (¿o acaso no lo es tanto?) historia de Werther de la que nos da noticia Goethe en su inmortal novela en forma de diario, en la que asistimos a los avatares de un inteligente y sensible joven que acaba con su vida al ver truncada la posibilidad de consumar su amor con la joven Lotte. Desde la publicación de la obra, en la década de 1770, los casos de suicidio que -literalmente- plagiaban las condiciones en que el protagonista daba fin a su existencia se multiplicaron, convirtiéndose así en todo un héroe romántico que encontró imitadores a lo largo y ancho de Europa. De hecho, la publicación de la novela fue prohibida en numerosos países e, incluso, tachada por algunos sectores conservadores de reaccionaria y contraria a los dictados de la moral.

En La mirada del suicida, Juan Carlos Pérez Jiménez examina este fenómeno y recuerda la investigación del sociólogo americano David Philips. Pérez Jiménez cuenta que

tras finalizar su estudio, a este fenómeno imitativo lo denominó efecto Werther. Philips concluyó que no hay duda de que el suicidio se transmite por contagio y relató numerosos casos en los que un mismo lugar se había repetido como escenario de distintos suicidios provenientes de un entorno común. Su investigación determinaba que las cifras de suicidio aumentaban de forma significativa después de que la noticia de un suicidio concreto apareciera en la prensa y que el incremento era proporcional al nivel de cobertura que recibiera dicha historia.

Desde entonces, se toma por regla implícita y generalmente aceptada la de silenciar los discursos públicos sobre el suicidio, por temido efecto de contagio que, desde la psicología y la sociología, saben vendernos tan bien.

La fastidiosa etiqueta de «enfermo mental»

El problema de convivir con uno mismo conlleva el riesgo, tan humano, de que uno acabe por convertirse en su propio demonio. Un riesgo, por otro lado, con el que todos bregamos desde el principio de los tiempos, desde la entrada misma de la conciencia en el foro de los hechos vividos.

En toda la historia de la humanidad no hay un capítulo más instructivo para el corazón y la mente que los anales de sus errores. En cada uno de los grandes delitos ha habido siempre una fuerza relativamente intensa en movimiento. Si el misterioso juego de las fuerzas del deseo se oculta tras la luz opaca de los afectos corrientes, resulta tanto más superior, más colosal, más fuerte, en un estado de violenta pasión […]. Es algo tan simple, y, por otro lado, tan complicado, el corazón humano…

Schiller, «El delincuente por culpa del honor perdido»

Por esta razón no puedo evitar sentir cierta desavenencia al observar cómo cualquier atisbo de suicidio es observado y despachado -no sólo por la psicología, sino también por numerosos autores que nada tienen que ver con esta disciplina (entre los que se encuentra el autor de La mirada del suicida)- como un mero desarreglo conductual o, más allá, como el efecto de una dolencia mental. En Occidente, me parece, estamos demasiado acostumbrados a catalogar las acciones como «buenas» o «malas» bajo el patrón de aquello que se desvíe por exceso o por defecto de la vaporosa «normalidad». Es normal, por ejemplo, que un hombre gaste dinero de la renta familiar en burdeles cada fin de semana, y sin embargo, es anormal que alguien quiera dejar de vivir. Extraña lógica, me parece.

Lucrecia

Tras esta actitud casi archivística, se esconde, desde luego, todo un negocio médico y farmacéutico. Cierta rama de la psicología se nutre económicamente de esta labor de criba mediante la que se hacen dos grupos bien diferenciados: los cuerdos y los necesitados de asistencia psicológica. Hasta hace algunos años ésta era la tesis más difundida en entornos profesionales y no profesionales, pero, conscientes de su parcialidad, los psicólogos decidieron explicar que no existe un ideal de salud mental «plena», sino que todos nos movemos en índices que a veces rozan la patología y, en otros casos, la ansiada «normalidad». ¿Pero qué es la normalidad en este mundo de locos? «Dos y dos son cuatro aun sin mi voluntad. ¡Y eso ha de ser mi voluntad!», escribía Dostoievski en el VIII fragmento de Memorias del subsuelo.

Además, y por último, las actitudes paternalistas entroncan el discurso anti-suicida, como si nosotros (¡personas «sanas»!) pudiéramos ver a través de la piel del suicida. Así, Pérez Jiménez (que, sinceramente, dudo que haya leído, por ejemplo, las reflexiones de Jean Améry) asegura, en una generalización muy poco afortunada, que

al suicidio es un acto contradictorio en el que el sujeto arremete contra su aflicción, llevándose su vida por delante, pero, aun en el último momento, desearía ser salvado. […] Todos los suicidas tienen estos sentimientos contrapuestos con respecto a su propia muerte; si se les proporciona el apoyo y la ayuda adecuados, aumentará el deseo de vivir al tiempo que baja el riesgo de suicidio.

Termino -paradójicamente- con una cita de este mismo libro, La mirada del suicida, que como dije más arriba es brillante por momentos, en la que el autor parece alguien distinto a quien, poco después, englobará sin dudar a los suicidas en el cajón de sastre de los «enfermos mentales». Una reflexión muy acertada que da en el meollo de la cuestión, en la que se habla de la enfermedad mental no como un fenómeno propio del suicida, sino como un estigma que la sociedad desea proscribir:

La experiencia directa del drama lo hace concebible. El suicidio está tan oculto socialmente que toda familia que lo experimenta de primera mano se ve transportada a un universo en el que, simplemente, el suicidio existe. Esta realidad se oculta con tanto celo que los que tienen la desgracia de vivirla de cerca experimentan una expulsión de la normalidad para verse instalados en el territorio que antes ocupaban el crimen y el pecado, y que ahora habitan la enfermedad mental y la anomalía. El estigma marca desde fuera a todos los allegados al suicidio como sospechosos de fragilidad emocional y les atribuye una cuota variable de responsabilidad en la muerte.

Podéis leer también mi artículo para la revista Filosofía Hoy, en el que analizo el suicidio desde el punto de vista de la filosofía.

Autor

Licenciado en Filosofía, Máster en Estudios Avanzados en Filosofía y Máster en Psicología del Trabajo y de las Organizaciones. Editor y periodista especializado. Twitter: @Aspirar_al_uno

3 comments

  • El tema tabú por excelencia.Se conjuran diferentes elementos, diferentes intereses, para que esto siga siendo así. Abocarlo, con lo que supone de estigmatización, a la categoría de trastorno mental, desde una supuesta ciencia, poder real con intereses concretos, al servicio de un sistema, que no contempla las necesidades básicas de todo sujeto humano para su desarrollo como tal; que no contempla la complejidad de todo ser humano; las dificultades reales , los conflictos que le configuran y en los que se debate, «ser» o «no ser» » vivir» o » no vivir» «para qué vivir «de qué manera vivir» «¿cuáles son las opciones?» sino que orientado a la producción, el sujeto humano no es más que un elemento en la cadena de producción y en cuanto rompe esta cadena, la sociedad lo estigmatiza y los sacerdotes oficiales de esta «ciencia- religión», etiquetan. Todos contentos, a todos exime de responsabilidad y además espanta el propio miedo a enfrentarse consigo mismo y su propia alienación.
    La sociedad, espantar el miedo a una reacción de suicidios en cadena, se les acaba el montaje. Enfrentarse a la responsabilidad de crear las condiciones que las personas encuentren las condiciones que les permitan su realización. Actualmente, esto se muestra en toda su indecencia, sin pudor: los suicidios de la crisis, de los deshaucios; los suicidios de mujeres, no solo las asesinadas; los suicidios de adolescentes; los suicidios de niños;
    El suicidio, puede ser el único acto libre y cómo tal humano que el hombre pueda realizar.Por supuesto supone todo un cuestionamiento a la sociedad y al entorno inmediato.

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