“Nos volvemos líricos cuando la vida en nuestro interior palpita con un ritmo esencial. Lo que de único y específico poseemos se realiza de una manera tan expresiva que lo individual se eleva al nivel de lo universal. Las experiencias subjetivas mas profundas son asimismo las más universales, por la simple razón de que alcanzan el fondo original de la vida (…) Las páginas más inspiradas, aquellas de las que emana un lirismo absoluto, esas páginas en las que se siente uno abandonado a una exaltación, a una ebriedad total del ser, sólo pueden escribirse en un estado de tensión tal que todo el regreso al equilibrio resulta tras él ilusorio. Las lágrimas proceden de un lugar más profundo que la sonrisa”
En las cimas de la desesperación, E.M CIORAN
Es cierto, existe un gran mito entorno a la figura creadora maldita. Sujeto que nace en la fiebre del dolor, en un mundo que le resulta insoportable, insólito, doloroso y agónico.
Es cierto, existe un mito.
No menos cierto es que el artista atormentado escribe, dibuja, crea, en general, en un estado de paroxismo límite, en una enajenación permanente sobre su visión respecto al mundo.
El arte no es una fórmula matemática. Sería absurdo desterrar el arte al mundo plenamente racionalizado. Ni ser un ser agónico te convierte en artista, ni ser un artista te convierte en un ser agónico. Pero da la casualidad que yo siempre amo a los artistas que se encuentran en el filo de la vida, frente al abismo de la muerte. Puede que yo sea un romántico empedernido de los que creen que el arte debe ser entregado sin importar el coste. De los que creen que el sacrificio en escena es el resultado de una elevación del alma, de una clarificación del por qué de una existencia plagada de sufrimientos. Yo sé que existo para crear, para serpentear entre el escenario y el ordenador, entre las palabras y los tormentos de la imagen. Sí, me considero un poeta maldito, aunque esta etiqueta parezca bañada de vanidad. Yo veo el mundo como ese lugar horroroso, cubierto de injusticia, de sin sabores, ese tránsito hacia la muerte que no sabemos qué es, pero a la par soy un ser vitalista que se alimenta, se masturba y muere en el escenario, en la escritura, en el sufrimiento y el agotamiento por encontrar lo concreto, lo exacto, lo perfecto para definir un dolor terrible que me sacude. Hacer físico en el escenario un infierno personal, y permitir que los demás entren a contemplarlo. Si encima de entrar, pueden penetrar de verdad en las taras y las heridas de mi piel y mi corazón, mi trabajo estará encaminado.
Salvador Távora decía: Si algo no te duele, no te importa.
Las creaciones deben doler. Digo deben, porque para mí es así. Odio las generalidades, pero yo sólo puedo hablar por mí. Descubrí, (a pesar de mi corta edad y de los miles de errores y búsquedas que me quedan) que el pathos vital, que el sufrimiento, es el que nos acerca a la sabiduría, al conocimiento. Esto ya lo decían Eurípides y Sófocles. El dolor como vía para alcanzar el entendimiento.
Los/las poetas, bailarinas, actores, escritores, dramaturgas, pintores, malditos, son aquellxs cuya mirada artística y creadora reside en un inconformismo radical, en un dolor latente, en una visión terrible sobre la suciedad del mundo.
Desde pequeño me apasionó la muerte, el fin de todo, el vacío. Todxs huimos del vacío, pero realmente muchxs viven en él, incluso en la propia vida. La agitación es, para mí, terreno conocido donde me sirvo de fantasmas para componer mis óperas lingüísticas de desasosiego y desesperanza. No es una vía de escape, es una vía de conocimiento, una gran catarsis, un expurgar los males que aquejan al alma. Yo no huyo del dolor, ni de la tristeza, ni de la melancolía (como tampoco del éxtasis y la euforia) así como no huyo de la locura ni de lo terreno, de la víscera. Me abraso en ellas.
Esto no es una apología al dolor. Ni sobre el dolor. Esto es una apología a la vida. Siempre he considerado a muchos enfermos mentales como personas capaces de sentir mucho más que los demás. Hipersensibles. Sí, hay graves problemas, niveles de trastornos horribles, terribles…todo lo que queramos. Pero yo sí mitifico al héroe trágico de la escritura, yo sí mitifico al que sufre. Me parece grandioso el sufrimiento artístico, el sufrimiento vital que se trasforma en poesía, en belleza. Yo soy un enfermo, pero, ¿quién puede estar sano en un mundo enfermo?
Los incomprendidos, los marginales, los radicales, ¿no son acaso el motor del cambio, del ímpetu irrefrenable de la vida, sacudida por los dolores del corazón?
No veo nada más vivo que aquellos que alaban también la muerte. Esto, que parece una paradoja, ya Anne Sexton lo describía; decía algo así como que tenía tantas ganas de vivir y que eso mismo le conducía a la muerte. Angélica dice algo similar: tengo tantas ganas de vivir que me cortaría el cuello ahora mismo.
La vida y la muerte son inseparables, inherentes a la carne y al espíritu.
Artaud, Kane, Angélica, Ciorán, Sexton, Pizarnik, Rimbaud, Vicious, Winehouse…
Para concluir, sí, los malditos, el dolor, la rabia…estos elementos trágicos ayudan a la creación, de hecho, para muchos de nosotros son el motor de esta, y esta es la razón por la que vivimos.
Aquellos que han atravesado el infierno, pueden saber reproducirlo mucho mejor.
“Después de ciertas experiencias he llegado a una desconfianza total. Me he fiado de gente equivocada. También he vivido un cierto desprendimiento con el compromiso de la idea de lo humano. Era algo que se imponía. He trabajado con la indignación frente a la injusticia, pero hay un momento en el que empiezas a desconfiar de lo que te rodea. Te aíslas. La gran consecuencia de la desconfianza es perder el vínculo con la idea colectiva. Unamuno hablaba de que somos carne y hueso en contraposición a la humanidad. No creía en los grandes compromisos. En ese proceso estoy. No en hacer compatibles intereses particulares con los universales. Hay un desgarro. Desconfías del hombre y crees que no puede existir nada, ningún orden capaz de controlar su mezquindad. Cuando te ocurre eso, como dice Houellebecq, vas de domicilio privado en domicilio privado.”
Angélica Liddel, EL PAÍS