¿El amor es enemigo de lo bueno? ¿Hay amores que merezcan la pena? ¿Qué sabemos de la vida amorosa de los peces abisales? (Sabemos al menos que hacen el amor con la luz encendida).
Ciertamente amar no ha sido nunca plato de gusto para la mayoría de los filósofos, en sus vidas personales. ¿Este prurito o reparo conlleva algún tipo de suspensión de juicio en lo que se refiera a tales materias?
O, por mejor decir, ¿habría que tomar a beneficio de inventario lo que nos dicen los grandes filósofos a propósito del amor?
El amor es un síndrome clínico, o al menos el enamoramiento, que puede comportar diversos estados alucinatorios.
La realidad racional del amor suele empezar a prodigarse a edades relativamente avanzadas de la vida del hombre. A partir de bien entrados los cuarentas o ya en los cincuentas, quizá empiece a verse un poco más claro.
Los treinta primeros años de vida sexual potencialmente activa son por decirlo con una expresión conocida, una montaña rusa de sentimientos, una ducha escocesa del afecto, una suerte de trastorno bipolar cognitivo.
Pero traspasada esa frontera, suele aparecer en la vida de cada cual un campo de juego distinto. El amor suele perder importancia a partir de esas edades. Se podría decir que se empieza a vivir sin la comezón del sexo.
En mayor o menor grado, con mayor o menor intensidad, según las características individuales que nos connoten. Pero el aspecto físico puede empezar a dejar de ser el mascarón de proa que enfila nuestro comportamiento amoroso.
Asunto glandular, hormonal, seguramente, pero no por ello menos provisto de sosiego y temperancia. Los cincuentones, por establecer un patrón etario, suelen poder atisbar eso que con pudibundez no exenta de hipocresía se llama “la belleza interior”.
Y en nuestros tiempos, en las sociedades occidentales, abiertas en materia de costumbres, con un gran número de hogares compuestos por un solo miembro, podría abrirse la veda a nuevos usos amorosos.
Combinaciones y permutaciones que nos lleven por caminos todavía poco frecuentados pero que sin duda irán in crescendo a medida que nos adentremos en este nuevo siglo. Si la segunda mitad del siglo XX fue la de la liberación de la mujer, puede que este XXI recién afrontado sea el de la racionalidad del emparejamiento.
Sin volver a usos amorosos anteriores al amor romántico del XIX, claro está. No estoy preconizando la vuelta a los tiempos de los matrimonios concertados. Pero sí, a medida que se extiende la longevidad de unos y otras, aumentando el tiempo de supervivencia sin apremios de fecundidad, puede surgir desde la segunda mitad de nuestras vidas alguna novedad en este ámbito.
Que repercuta, por supuesto, en el ideal amoroso vigente para las parejas de edad fecunda, esto es, para los primerizos amorosos que, es de suponer, nunca han de faltar.
Lanzo este llamamiento a un nuevo primado de la razón en el orden amoroso, sin aspavientos, pero con tanta luz, al menos, cuanta ponen en circulación los peces de los fondos abisales.