Plaza y Valdés publica en su colección de filosofía uno de los ensayos más atractivos y sugerentes de 2013: La limpidez del mal. En él, a través de una rica, privilegiada y fluida prosa, y sin titubeos, Ana Carrasco Conde coge de la mano a sus lectores para introducirles en un terreno que guarda más de una sorpresa: la eficacia del mal en el mundo.
Tras la publicación en 2012 de Infierno horizontal, exitoso ensayo con el que Ana Carrasco Conde sorprendió mediante su depurada y característica prosa literaria -a través de un enjundioso y apasionante recorrido subterráneo que horadaba la «lineal profundidad» del yo-, Plaza y Valdés presenta un nuevo título de esta joven -aunque brillante y ya consolidada- autora: La limpidez del mal. El mal y la historia en la filosofía de F. W. J. Schelling (292 páginas, 19 euros).
El subtítulo no debe despistarnos. A pesar de que La limpidez del mal atesora las ventajas de un texto académico (fundamentación teórica acorde al tema abordado, aparato crítico, bibliografía, etc.), no se trata, sin embargo, de una obra técnica. O al menos, no sólo. Si echamos un vistazo a las primeras páginas para reencontrarnos con la fluidez propia de los textos de la autora (aspecto encomiable si tenemos en cuenta la dificultad de los temas que investiga), daremos con uno de los más atractivos comienzos de cuantos libros se han escrito últimamente en y sobre filosofía.
Quizá la labor del filósofo sea también la misma que la del arqueólogo, porque suya es también la responsabilidad de rescatar planteamientos que, por un motivo y otro, han sido sepultados bajo capas de otra historia.
Más que de un mero prefacio, podemos hablar de un auténtico pórtico que, desde el momento en el que es observado, uno no puede quitarse de la cabeza la idea de atravesarlo. Ana Carrasco Conde invita -y lo hace de forma que la invitación resulte tan irresistiblemente tentadora como universalmente apelante (porque la filosofía, se recordará, es asunto que concierne a todos)- a pensar una de las grietas por la que escapan los lamentos de una «resquebrajada razón», parapetada en una construcción desde la que, a juicio de Carrasco Conde, «ignoró e, incluso, apartó con desprecio aquello que no podía integrar en su discurso». Una razón pretendida y falsamente omnipotente que, a pesar de su soberbia y sus intentos por esconder sus vergüenzas, no ha podido ignorar algunos «restos indigeribles, ignorados precisamente por su carácter indomeñable».
Y no es que semejante edificio no pueda construirse -debe hacerse de hecho: es conditio sine qua non del hombre- o, incluso, que la filosofía haya de dar un salto mortal ante lo inexplicable y convertirse en otra cosa, sino que para conocer es preciso antes reconocer una cara ominosa en el curso de la razón que nos ayude a explicar la existencia de un mal efectivo, hecho acto, en la historia.
Quizás sea esta una de las facetas más interesantes del ser humano, descrita tan elocuentemente por Carrasco Conde: la de verse obligado a dar un sentido a una vida que, en muchas ocasiones, parece no sólo carecer de él, sino además prescindir deliberadamente de él.
A juicio de la autora, las actuales circunstancias -sociales, políticas, económicas, incluso filosóficas- son muy proclives para reflexionar sobre el «fracaso de la razón». Y en este sentido, Schelling (en cuyo pensamiento Ana Carrasco Conde es especialista) es un autor imprescindible, pues fue él «quien anunció peligros y dibujó una odisea mucho más oscura de la conciencia» que la que solemos dar por sentada.
¿Pero cuál es, al fin, esa grieta que antes mencionaba y que esta joven profesora (doctora europea en filosofía, Premio Internacional de Investigación Julián Sanz del Río, coordinadora de la Red Latinoamericana de Estudios Schellinguianos…) nos invita a repensar? Se trata, como el propio título indica, del mal, de ese resto «irreducible, inasimilable» que la razón no es capaz de absorber en su discurso. ¿Por qué elegir a Schelling para este cometido?
Schelling constituye la última gran figura de la odisea de la conciencia presentada por el idealismo alemán, la última no por constituir su acabamiento, sino por desfondarla desde dentro, al mostrar la presencia y la efectividad de algo en la historia que es más que pura razón y, lo que es más inquietante, al señalar el protagonismo del lado oscuro de la una razón que siempre se había automarginado del desastre y del mal.
A través de casi trescientas páginas, Ana Carrasco Conde realiza -a hombros de Schelling- un completo recorrido por las fauces del mal, por esos vericuetos de una de las caras prohibidas que inundan nuestro ánimo de animadversión frente a lo que somos capaces de hacer (en una línea que, particularmente, me recuerda mucho a las reflexiones al respecto de Roudinesco). Carrasco Conde parte de una experiencia común: «la consternación y la necesidad de poder explicar lo inexplicable, el horror», de aquello que supone «lo otro» de nosotros pero que, sin embargo, nos constituye. Notas que, sin lugar a dudas, nos recuerdan al concepto freudiano de lo «unheimlich«, de lo extranjero que vive en nosotros. Y es que, como escribiera Schelling, «no se trata sólo de explicar cómo el mal se realiza en el hombre singular, sino de explicar su eficacia universal, o de qué modo puede […] haber irrumpido en la creación». Una irrupción que se deja sentir vivamente en el ejercicio de nuestra libertad; como explica la autora de La limpidez del mal:
La libertad de la que disfruta el hombre es la de la facultad para el bien y para el mal. EL mal queda así asociado a lo histórico y a lo temporal de mano de la libertad porque el nacimiento de la historia táctica de la humanidad se produce a través de la pérdida originaria de su naturaleza a causa del ejercicio de la libertad. […] Es el ejercicio de esta libertad el que, siguiendo ahora los mitos clásicos, produce el «salto» o «ruptura» de la naturaleza da la historia, de la edad dorada a un tiempo de lucha.
En definitiva, este ensayo nos sitúa frente a nosotros mismos como seres particularmente inescrutables, precisamente por aquel «resto» que escapa de toda racionalidad ante la -terrible pero encantadoramente atrayente- constatación de la efectividad del mal en el mundo. Ana Carrasco Conde no duda en seducirnos con la llamada del mal, que lejos de quedar explicada, empuja al ser humano a hacer de sí un campo de batalla donde se dirimen problemas teóricos, pero sobre todo existenciales -antropológicos-.
El mal no significa sólo el comienzo de la historia, sino también lo característico de ésta. Por eso, por su carácter inseparable, si hay progreso en la historia, éste no se debe a que la razón vaya aniquilando, cancelando, asumiendo o asimilando el mal, sino porque hay un ejercicio, una fuerza activa de contención sobre otra fuerza positiva de sentido contrario que permanece siempre amenazante.
La mismidad resalta el ego, el estimulo propio y desprecia al inferior, aunque Ana lo posiciona en la agencia-esencia en esa limpidez pero sabemos que la libertad de esencia es más objetiva y casi trascendente. El comportamiento egoista aunque depurativo que se presenta es el sintomático de la historia española con la expulsión de los judios españoles y cien años después de los moriscos españoles, son heridas que marcan la noche oscura española medieval y demuestran esa mismidad y esa envidia-egoista que impide el bien común futuro y sobre todo la trascendente negación del ego que requiere la vida espiritual al estar marcada por el flujo de esas heridas históricas que no han olvidado nadie de dentro ni fuera de España.