La Tarántula, julio de 2015
Querido A… Solemos creer que nuestros sueños son mejores que nuestra realidad, venimos creyéndolo desde siempre más o menos, es decir, desde que en nuestra cabeza estalló la chispa que nos incendió la materia gris, que nos la inflamó. La conciencia, ese fuego que no se apaga, esa luz que guía y abrasa… Desde entonces venimos inclinándonos hacia el convencimiento de que lo que nos falta es mucho mejor que lo que tenemos, cosa que a veces es cierta, de acuerdo, y de ahí las expediciones al Polo y las sondas espaciales, las reiteradas infidelidades y los sonetos a Laura, las guerras, la bonoloto, la conquista del Lejano Oeste…
Los sueños, la poesía y el deseo son la música de fondo que nos ponemos mientras va pasando la mañana de la vida, las gafas de colores que usamos para mirar un mundo que sin ellas nos parece pobre, insustancial, decepcionante. De hecho, disponemos de un amplio surtido de estrategias y artilugios para reducir o controlar la entrada de ese elemento contaminante, la realidad, en nuestra vida y en nuestro campo visual, y sustituirla por las ficciones que mejor se nos acomodan. Estrategias y artilugios que también sirven para evadirse, para desentenderse y que otro gestione los marrones. La literatura, por ejemplo, que también es una summa de sueños y deseos y un sofisticado artefacto volador con destino a nubes rosas y otros lugares que no existen, maravilloso artilugio que acaba siempre por estrellarse con todo el equipo y la tripulación. Bueno… También ha servido alguna vez la literatura para retratarnos dura y escrupulosamente, para sorprendernos in fraganti, para centrarnos otra vez. Punto y aparte.
La leyenda de una casa solariega (1899), séptima entrega de nuestra preciosa biblioteca, es una conmovedora fábula ejemplarizante e ilustra, si no la he entendido del todo mal, lo que te acabo de decir. Cuenta la historia de un joven que no puede con sus circunstancias: su realidad se le atraganta, arruina sus planes, le toca las narices. Él es un artista, un enamorado del violín; quisiera y podría pasarse el día tocando sin pensar en otra cosa ni sentir más que lo que le hace sentir su música. Pero necesita un dinero con el que mantenerse vivo y a cubierto y conservar lo que más ama en este mundo junto con su violín, que es la casa en la que vive: su torre, su isla, su burbuja. La prosaica obligación de tener una profesión y ganarse la vida le chincha y boicotea sus planes, arruina su único deseo y le obliga a bajarse de su barco a Venus, que es el violín como podrían ser muchas otras cosas. Obligado a renunciar a su pasión y salir de su particular resort, a ganarse la vida por sus propios medios, el pobre Gunnar Hede enloquece: deja de ser un noble y apuesto joven para convertirse en el clásico chalado que adorna plazas y tabernas con su estrafalaria vestimenta, su mirada perdida y su repertorio de cachivaches, asumiendo la función del hazmerreír que precisa toda comunidad humana.
¿Y qué podría salvarle? ¿Qué podría devolverle la noción de la realidad y la conciencia de sí mismo? Seguro que lo adivinas. Se podría haber dado a esta historia un final amargo, entregando a nuestro héroe a una locura realista, creíble y sin remedio. Se podría asimismo escoger una línea más simbólica y conceder al loco frustrado la iluminación y la sabiduría, la revelación de La Verdad y el conocimiento profundo de sí mismo, permitiéndole acceder tras su largo viaje por los desiertos del ostracismo a las fuentes de las que mana el carácter y el destino de todo hombre y mujer. Selma Lagerlöf (1858-1940), que escribió esta historia en el ecuador de su vida y en el vértice mismo del fin de siècle, eligió para su melodrama un final esperanzado y romántico, como lo esperaba quizá para su mundo y para sí misma: al igual que su protagonista, también ella perdió su heredad y su casa solariega, Mårbacka, lugar de la lejana y legendaria Suecia en que nació y que constituyó el núcleo en torno al cual orbitaron sus afectos y sus intereses. Selma eligió el romance y la esperanza, y lo que salva al loco Gunnar Hede, apodado el chivo, es… Lo acertaste, claro que sí: es el amor. Esa mirada intensa y transparente, ese espíritu abnegado, esa pasión desconocida y virgen; esa preciosa muchacha, en fin, cuya alma constituye —así nos lo parece— la del propio libro, la de la propia autora.
El amor es lo más trillado y predecible en esta fábula pero ojo, querido amigo, porque es Ingrid Berg, la muchacha, el personaje mejor labrado y con más capas de esta fábula, y suya la historia que nos interesa, nos estimula y nos nutre. Ingrid es una niña huérfana (¿recuerdas aquello de «los huérfanos siempre fuisteis nuestra mejor simiente»?) que acompaña a una caravana de músicos y titiriteros que van de pueblo en pueblo ofreciendo su modesto espectáculo. Carente de dotes artísticas, según lo han establecido los demás, la muchacha se limita a vivir de la caridad y a servir de lazarilla al músico ciego y torpe que anima la pobre función. Ingrid: una criatura triste y gris que ha crecido sin hogar y sin amor, asumiendo día tras día la conciencia de su inutilidad, su condición innecesaria y sobrante, la pobreza de sus talentos y la obligación de sobrevivir procurando servir para algo y molestar lo menos posible. Convencida de que «aquel a quien nadie ama, no tiene derecho a vivir», culpable pues al cabo de los años «no había conseguido hacerse querer lo suficiente», Ingrid se deja morir, se hace enterrar. Y cuando ya está instalada en su sepulcro, decidida a dejar de molestar definitivamente, aparece el chivo, el loco que deja a un lado su saco de cachivaches, se sienta sobre la tierra movida y comienza a tocar su violín. Ingrid la muerta y Gunnar el chalado, cuyo primer encuentro tuvo lugar al comienzo de la historia, se reencuentran más allá del margen de la realidad y de la vida, y comprueban que sus respectivos vacíos encajan perfectamente uno dentro del otro. Pero aún estamos en la mitad de la fábula, aún queda mucho trajín de casualidades y desencuentros, muchos obstáculos que sortear antes de que el amor sea al fin posible y, sobre todo, mucho camino personal y rigurosamente intransferible que los personajes han de recorrer por su propia cuenta: mucho, en fin, que madurar.
Pero hay más. Lo que yo he visto en la capa más profunda de esta historia, si es que he logrado llegar a ella, es un relato sobre la culpa y los remordimientos: remordimientos de quien no amó ni cuidó ni protegió; culpa de quien no fue lo que se esperaba que fuese. Tal es la cruz siniestra de esa moneda, el A M O R, cuya cara es la necesidad de ser deseado y acogido, reconocido y aceptado. El ser humano tiene el don de frustrar esa necesidad una y otra vez y siempre, y de ahí tantas evasiones y tanta locura, tantos sueños e ilusiones en las que creemos desesperadamente, tantas mentiras que nos contamos, tanta fantasía, tanta… literatura. Hasta que nos topamos (nos golpeamos) con el stop de nuestra vida, con el Gran Hito, con la pura y simple y tremenda verdad.
«Y entonces, la verdad golpeó a Ingrid, manifiesta y devastadora».
La locura es una salida desesperada y eficaz para desentenderse de una realidad insoportable, de una verdad inasumible. Como lo es el suicidio. Nuestros entrañables personajes se dejan seducir por éste y por aquélla, pero finalmente la suerte acude y les sonríe: Ingrid descubre que «Tenía derecho a vivir, porque alguien la quería» y Gunnar comprende que «Ella le amaba, a él, pobre hombre horrible; a él, pobre monstruo». Y esa compensación de los afectos hasta entonces insatisfechos constituye su lazo de unión, su retorno a la vida y a la salud, y el cierre de la historia.
Y ya. Disfruta como merece la delicada edición de Funambulista, otro sello cuyo catálogo produce sudores, taquicardias, mareos; libros y editores como estos nos permitirán resistir un poco más la inmaterialidad y la intemperie digitales. Y tampoco desprecies esas páginas finales, el revelador e informativo apéndice que firma Elda García-Posada; no lo desprecies ni lo abordes con indelicada premura (como he hecho yo), ni busques en él lo que tú mismo podrías alcanzar: siempre es mejor que una historia se sedimente por sí sola, sin precipitantes.
Con esto creo haber apuntado ya todo lo que quería. Cosa extraña, sólo llevo dos folios… Una última reflexión o pregunta, nada más, y te dejo que sigas con tus vacaciones. Gunnar Hede «Tenía en sus manos un gran poder. Podía tomar posesión de su reino en cualquier momento». Ese reino y ese poder eran su talento artístico, su capacidad para emocionar y conmover a los demás con su música. Tal como él mismo intuye, podría ganar dinero y gloria con su arte, cultivar su vocación y al mismo tiempo conservar esa casa solariega que tanto amaba. Justamente eso fue lo que hizo Selma Lagerlöf: escribir y vender un montón de libros y volver a comprar Mårbacka, la casa y la tierra en la que nació, que perdió y anheló y recuperó, y en la que murió tras una vida larga, intensa y fértil. Selma Lagerlöf, premio Nobel de literatura en 1909, primera mujer en llevarse la codiciada presea, ejerció su poder y rehizo su suerte. No así Gunnar Hede, que renunció a él eligiendo la locura, renunciando a su reino y a su trono y convirtiéndose en un nómada, un paria y un monigote para risión de los demás. ¿Por qué nos pasan estas cosas, querido amigo? ¿Por qué, por qué, por qué?
Tuyo siempre,
Alberto
Imagen de cabecero: Viulunsoittaja (fragmento), de Pekka Halonen, 1901