Su madre se le acercó con el rostro desencajado.
Le dijo que los tirara, pues podía coger una enfermedad. No fue más que un balbuceo, casi un gemido, como si hubiera llegado tarde y todo resultara previsible. Todavía era un niño, añadió algo más entera, pero ya tenía que ser capaz de distinguir entre las cosas buenas y las malas. Qué sería de él en caso de que nunca lograse comprenderlo. En realidad la vida era poco más que esa posibilidad, casi una señal del destino. El niño la miró con recelo y comenzó a llorar, afectado tanto por el temor al castigo como por la visión del rostro de su madre. Años después se lo contó a su hijo al final de una comida en el mismo restaurante del centro de la ciudad donde había sucedido aquel episodio de su infancia. A su hijo también lo habían descubierto comiendo melocotones podridos sacados del cubo de la basura.
Su hijo tampoco había sabido elegir entre el bien y el mal.