POR NACHO CABANA
Allá por el lejano 2018, una compañía española, Beon Entertainment, sorprendió a propios y extraños estrenando en el Teatro Apolo de Madrid nada menos que una adaptación musical de El médico de Noah Gordon. En una cartelera donde los musicales se dividían (y se dividen, aunque algo menos) entre la repetición enfermiza (Chicago, Grease, Cabaret…) y espectáculos “juke box” que confían en el tirón de sus canciones para disimular su escaso vuelo artístico y económico, irrumpió de repente un montaje que no solo adaptaba una obra compleja, larga, dramática y con gran variedad de escenarios sino que además lo hacía con una excelente partitura y un despliegue escenográfico lleno de ideas tan espectaculares como brillantes.
El éxito que acompañó a El médico situó a Beon Entertainment en el panorama teatral español, acertando luego la empresa al especializarse en nuevas adaptaciones literarias alejadas del “jajaja-jijiji” que lastran a algunas de sus competidoras ibéricas.
Así que, tras El tiempo entre costuras, ¿Quién mató a Sherlock Holmes? y Antoine, Beon Entertainment eleva su ambición asumiendo el reto de adaptar La historia interminable de Michel Ende, tomando como referente estético la popular y ochentera producción alemana de Bernd Eichinger, Dieter Geissler y Bernd Schaefers dirigida por Wolfgang Petersen pero sin renunciar, en su segundo acto, al desenlace de la obra literaria (escamoteado en su adaptación cinematográfica para escándalo de su autor).
El resultado, que se puede ver en el Teatro Apolo de Barcelona hasta el 3 de marzo, es un espectáculo familiar en el mejor sentido de la palabra (esto es, no está pensado para que los niños rían mientras sus padres dormitan), que tiene en el diseño de las criaturas, obra de Fito Dellidarda y Alejandra Varela, su mejor baza.
En tiempos de efectos digitales en las películas y experiencias inversivas basadas en proyecciones gigantes, es emocionante ver un animatronic (Fújur) de 600 kilos en un teatro (que además vuela) acompañando a la tortuga Vetusta Morla (ya saben de dónde le viene el nombre al grupo indie), el caracol Rennschnecke, o el comerrocas (una lástima que no salga más veces).
Procurando tener despejado el centro del escenario para que vayan apareciendo por la cortina que lo rodea tanto las mencionadas criaturas como los decorados, La historia interminable, el musical despliega una hermosa dirección artística de Ricardo S. Cuerda que solo se ve algo escasa en la concreción del reto de las tres puertas al que se tiene que enfrentar Atreyu.
Respecto al libreto de Félix Amador, digamos que peca de sobredosis de información en algunos fragmentos, viéndose obligado el espectador a recurrir a su memoria para seguir una trama que quizás habría que haber simplificado algo más.
La partitura de Iván Macías es agradable, correcta y funcional aunque se echa de menos (amén de una orquesta en directo) un tema estrella más allá de la canción de Limahl acertadamente incluida de manera instrumental en algunos fragmentos. Las interpretaciones y voces del elenco preadolescente (Blanca Casellas y Joan Pascual Crosas) son bastante notables (escuela Billy Elliot) y están acompañados con presencia vocal e interpretativa por Joseán Moreno. Eso sí, Elena González está bastante pasada de edad para interpretar a la Emperatriz Infantil.
Excelente el vestuario de Antonio Belart y el maquillaje y peluquería diseñado por Aarón Domínguez.
En un periodo como el navideño, propenso a espectáculos infantiles que bordean la estafa, La historia interminable, el musical es una excelente ocasión para ir al teatro con niños, abuelos… o, aún mejor, en pareja o solo.
Eso sí, los dueños del Teatro Apolo deberían plantearse renovar sus butacas o, al menos, eliminar filas para tener más espacio entre una y otra. 150 minutos encajonado entre esos asientos es demasiado, incluso aunque uno no sea precisamente un jugador de la NBA.