“La historia de Souleymane” de Boris Lojkine
Por NACHO CABANA
Boris Lojkine es un director blanco, francés, que estudió en París y pronto se fue a Vietnam donde rodó dos documentales, Ceux qui restent (2001) y Les âmes errantes (2005) que cuentan el duelo imposible de hombres y mujeres cuyas vidas han sido destrozadas por la guerra.
Cuando se pasó a la ficción, Lojkine se centró en el continente africano y rodó Hope (2014) donde contaba el viaje de una nigeriana y un camerunés hacia Europa. Sus siguientes películas fueron La marcheuse (2015) (centrada en el secuestro de una prostituta inmigrante ilegal en Belleville) y Alone at My Wedding (2018) donde narraba las desventuras de una gitana rumana que abandona a su bebé para casarse con un belga al que le ha ocultado que es madre.

El nombre de Lojkine no empezó a sonar fuerte en el circuito de festivales hasta 2019 con Camille, estupendo relato acerca de una joven e idealista fotógrafa de guerra que se marcha a la República Central Africana para cubrir como freelance la guerra civil olvidada de aquel país. Un film que constituía no solo un veraz retrato de cómo se desarrolla el trabajo de corresponsal de guerra hoy en día cuando no se tiene el soporte de un gran medio o agencia de prensa (es decir, de la mayor parte de los periodistas que se juegan la vida en conflictos armados costeándose ellos mismos los gastos y sin saber si van a sacar algún rendimiento económico posterior) sino que también planteaba un interesante debate sobre si merece la pena vivir muchos años con una existencia repetitiva o irse joven pero viviendo cada momento sabiendo que puede ser el último.
Valga todo esta introducción para contextualizar el extraordinario trabajo que Lojkine ejecuta en esta La historia de Souleymane con la que el cineasta ha saltado a las ligas mayores: Cannes, EFA, Césares. El periplo profesional del director, al tiempo, ejemplifica cuánto de injusto, gratuito y absurdo hay en en el concepto de “apropiación cultural”. Ya saben, solo un indígena puede hablar de los indígenas, solo un gay puede hablar de los gays, solo un africano emigrante a la espera del estatus de refugiado que vive montado sobre una bicicleta repartiendo comidas en París puede hablar de…
La historia de Souleymane está planteada como un thriller urbano aunque en ella no hay más violencia ni delitos que los que sufre cualquier “delivery” en una gran ciudad. Está, este sentido, mucho más cerca de la estupenda Night call, ópera prima de Michiel Blanchart, que de cualquier largometraje de ciertos hermanos belgas con el superpoder de fagocitar premios en el festival de Cannes.
Lojkine (con Delphine Agut en la coescritura del guion) alterna los momentos de angustia y estrés con otros de calma a sabiendas de que lo contraproducente que resulta para el espectador intentar mantener el ritmo a tope todo el metraje.
Director y guionista demuestran, al tiempo, un clarificador conocimiento de las triquiñuelas, modos y maneras que los migrantes sin papeles tienen que sufrir y ejecutar (a menudo a costa de otros como ellos) para sobrevivir. Cómo se alquilan las licencias para poder trabajar, los autobuses que llevan a los sin techo a albergues en el extrarradio, el mercado de “historias” falsas y supuestamente eficaces para conseguir la visa de refugiado etc son expuestos siempre en función de la odisea personal del Souleymane del título. Todo para llegar a un anticlimax mucho más angustioso que el más caro de los planos secuencia donde Lojkine amortiza, en una simple entrevista del prota con la funcionaria encargada de escuchar su relato, toda la empatía conseguida en el metraje precedente.
Pero solo por esto La historia de Souleymane no sería la película excepcional que es. Y es que, a la postre, denuncia, sin gritarlo, cómo las autoridades europeas solo están (medio) dispuestas a premiar relatos biográficos que cumplan determinadas normas de heroísmo y sacrificio; que confirmen, en este caso, a África como un continente de tortura y corrupción mientras juzgan inadmisible que alguien pretenda tener permiso de trabajo simplemente para que su madre en Guinea Conakry pueda comprar medicinas.
Está, además, La historia de Souleymane rodada literalmente a pie de calle (bravo por el dire de foto, Tristan Galand), algo cada vez más valorable en un cine dominado por decorados digitales o personajes que llegan a una casa y no salen de ahí en toda la película simplemente porque es todo más fácil y barato de grabar.
Mención aparte para Abou Sangaré, mecánico guineano sin experiencia previa en la interpretación cuya historia personal fue utilizada para reescribir la de Souleymane y que ha sido objetivo de todo tipo de mentiras y ataques por parte de la extrema derecha francesa que cubre con el odio a los desfavorecidos su propia incapacidad ideológica a pesar de haber sido (o precisamente por ello) galardonado el guineano con el premio al mejor actor de la sección “Un certain regard” del Cannes 2024.
Afortunadamente, y al cuarto intento, Sangaré a logrado su visado de trabajo en Francia y ahora podrá elegir entre seguir siendo actor o dedicarse a la mecánica que es lo que estudió antes de que Lojkine llamara a su puerta.