El hallazgo de la soledad en nuestros días se asemeja cada vez más a un descubrimiento esencial, como el de nuestra niñez o nuestra adolescencia. Cada día más personas viven solas en Occidente, y también menos amparadas.
La soledad es un marco de referencia dentro del que caben posturas y actitudes que van desde su vivencia con absoluta paz y sosiego a la más desgarradora de las luchas intestinas. Todo lo ampara la soledad, como la vida.
Pero también se podría decir que no hay hombres o mujeres solos, salvo casos extremos, pues siempre queda el rescoldo al menos de una llama que nos enciende la sociedad para que nos calentemos a su amparo.
En efecto, desde los servicios de asistencia social, hasta el vendedor del periódico que nos da los buenos días hay una gran red de sostén de los y las que viven en soledad. Todo depende, repito de como se interioricen esos elementos para que la resultante sea más o menos llevadera.
Normalmente la carga de la prueba sobre qué nos ha llevado a vivir en soledad recae sobre el o la solitaria, no sobre las terminales sociales de apoyo que los envuelven. Ello da pie a una nueva vuelta de tuerca en la psicología de la soledad. No sólo se vive en soledad sino que se piensa en soledad.
Pensar en soledad es algo más que el correlato mental de la vida solitaria, es asumir al mundo como fundamentalmente solo y reducido a sus propios medios, sin entorno que lo proteja y ampare, sin una ecología de la soledad. Los solos y solas aprenden que las casillas del tablero que se van a encontrar están vacías en su mayor parte.
La soledad, en la vida urbana occidental, es fundamentalmente un conjunto de estados mentales, no tanto de formas de vida, siendo que estas se comparten la mayoría de las veces con la de los que viven agregados. Pues la laxitud actual de la familia produce en cierta medida un reajuste de comportamientos que lleva a considerar a sus miembros más como agregados con cierta independencia mutua que a seres fuertemente interdependientes.
Así, la ecología familiar se ve fuertemente disminuida por el peso de cada uno de los miembros componentes agregados, hasta rozar en muchos casos la anomia ecológica de los solos y solas.
¿Sería pues la soledad la clave del funcionamiento de las sociedades contemporáneas? Sí, en cierta medida, y más cuanto más nos desembarazamos de tabúes e ideas preconcebidas sobre qué sea realmente vivir en familia o vivir en soledad en nuestros días.
Volvamos la vista a la psicología de la soledad. Veremos que se compartimentan las experiencias y actitudes de los solos y solas. Ya no se dotan los gestos y ritos de la vida diaria de un hilo conductor que dé sentido a los actos cotidianos de la vida. El absurdo se instala entre nosotros. Pero el absurdo no puede dar razón de nosotros mismos como entidades completas.
Porque entonces sería un marco de referencia y habría una ecología de la soledad y la única diferencia entre solos y agregados sería que unos dispondrían de una familia real y los otros de una virtual. Y desaparecería la soledad como tal.
Vivimos pues en un mundo de certezas aromatizadas levemente al absurdo. De ahí que en nuestras sociedades la seguridad del absurdo nos sostenga. Ya no es un elemento transgresor ni destructivo sino cohesionador y fusionador de nuestras seguridades más nimias.
La vida es certeza y la de los solos y solas ciertamente también lo es.