Londres, 1780: el escritor y político ultraconservador Edmund Burke va a asistir como invitado forzoso a uno de los acontecimientos que prefiguran el advenimiento de la Modernidad. Aunque debiera estar preparado para el encuentro con lo “sublime”, como podríamos sospechar por las reflexiones que plasmó en su “Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello”, lo cierto es que el aspecto que pudo ofrecer mientras emprendía la huída absolutamente aterrorizado por las húmedas callejuelas londinenses debía de estar bastante lejos de la noble representación de esos conceptos. Y es que el bueno de Edmund se acababa de dar de bruces con una turba enfervorecida y violenta que se derramaba por los barrios más selectos de Londres. Durante varias jornadas, los elementos más sospechosos de la sociedad londinense se dedicaron a pasar a sangre y fuego todo lo que se cruzara en su camino. Era su respuesta al “Catholic Relief Act”, que poco antes había acabado con gran parte de las restricciones que se habían impuesto a los católicos ingleses. Espoleados por Lord George Gordon consiguieron poner en estado de emergencia a toda la ciudad y, de paso, ofrecer una lección práctica de terror al filósofo de lo sublime.
Este es el punto de partida del apasionante estudio sobre la historia del arte y el pensamiento “terrorista” que realiza Servando Rocha en su obra “La facción caníbal: Historia del vandalismo ilustrado”. Apoyándose en las ideas de Burke sobre lo sublime: “Todo lo que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro, es decir, todo lo que es de algún modo terrible, o se relaciona con objetos terribles, o actúa de manera análoga al terror, es una fuente de lo sublime”, consigue dibujar un plano detallado de los pasadizos subterráneos por los que circulan la subversión y los artefactos explosivos, esos que sólo son conocidos por los iniciados, por los que en las distintas épocas se consumen en el fuego de la insurrección violenta.
El arte peligroso se revela entonces como el más eficaz instrumento para desvelar las vergüenzas del sistema. El rey, como es evidente para cualquier intelecto que se tome en serio la aventura de estar vivo, siempre ha estado desnudo. Desde los jacobinos hasta los situacionistas, pasando por los letristas, surrealistas, dadaístas y otros artistas del crimen, se han ido acumulando manuales de instrucciones subversivas en las cloacas de la Historia. Como estratos de nutrientes sucesivos han ido configurando un suelo fértil donde encontrar alimento para las plantas terribles de las futuras revoluciones. Nada ha concluido. Los surrealistas siguen disparando contra la multitud y nunca dejarán de hacerlo. El problema es que cada vez menos gente es capaz de escuchar las balas. Cada vez menos gente está dispuesto a dispararlas. Al mismo tiempo que la intelectualidad y las diferentes vanguardias se venden a la lógica económica del mercado, a la complicidad indigna con los mecanismos pop de asimilación de lo violento por parte de los publicistas; al mismo tiempo que el arte se desactiva como necesario productor de catarsis y por lo tanto de lo “sublime”, crecen inevitablemente los terrorismos analfabetos de los fundamentalistas de todo signo. En la progresiva infantilización del artista, reducido a la labor de transmitir “moralejas” ,o, en ocasiones, a transitar con falsa y celebrada “ferocidad” los espacios recreativos de lo políticamente correcto, se crean las condiciones necesarias para la proliferación de la violencia reaccionaria que, no nos confundamos, es ejercida tanto desde los cuerpos de policía como desde los grupos armados del analfabetismo religioso. Unos y otros son lo mismo.
Mucho antes de que Burke reflexionara sobre el contenido y la necesariedad de lo sublime, los trágicos griegos ya conocían muy bien el poder catártico de la experiencia estética. Lo terrorífico había de ser llevado a escena. Edipo se arrancaba los ojos para que los espectadores pudieran asistir a la irrupción de lo sublime. Y en la vivencia comunitaria de lo dionisiaco podía producirse la purificación que reconciliara los instintos de afirmación individual y de la construcción del espacio común. El arte entonces estaba por encima de la política. El hombre por encima de las instituciones. Más de veinticinco siglos después el arte ha sido domesticado hasta el límite de ser una perpetua ilustración del “buen gusto”. Y cuando quiere provocar, demuestra en la mayoría de los casos una ingenuidad tal, que no deja de revelar de un modo inequívoco su falta de diálogo con los artefactos que permanecen en los laberintos subterráneos del verdadero peligro.
Afortunadamente Servando Rocha se ha arriesgado a descender por esos pasillos en los que transitan Jack el Destripador y Raoul Vaneigem, Myra Hindley y Joe Strummer, y ha regresado, suponemos que absorto y alucinado, con este inquietante plano.
De ustedes depende unirse al baile.
La Facción Caníbal. Historia del Vandalismo Ilustrado, de Servando Rocha, La felguera editores.