La educación sentimental de una artista

La educación sentimental de una artista

El 2 de septiembre de 1975 Patti Smith se metía con su grupo en Electric Lady, los estudios fundados por Jimi Hendrix en el Village de Manhattan, y comenzaba la grabación de su primer álbum: «Horses». En unas semanas registran una colección de canciones que recogen muchas de las ideas e inquietudes de su autora sobre el arte, la poesía y el rock. Ideas que se fueron fraguando durante una adolescencia en la anodina Nueva Jersey, donde la niña Smith, hija de la clase trabajadora, se quedaba embelesada con las revistas de moda y admiraba en secreto a Edie Sedgwick, una de las musas de Warhol y esquelético juguete roto a causa de una educación aislada y perversa en un rancho de California por parte de una familia wasp de Boston a la que el dinero le manaba de los pozos de petróleo. No había nada más opuesto a su esencia y a su vida, pero como la misma Patti Smith dijo en algún sitio, cuando no tienes pedigrí, cuando eres un plebeyo sin complejos que desconoce la alta sociedad, te puedes permitir enamorarte con total inocencia de este tipo de gente. Aquellas ideas que constituyeron los cimientos culturales de su primer disco se asentaron en su mente y en su alma una vez se instaló en Nueva York, ciudad a la quizá llegó atraída por lo que había visto en aquellas revistas de tendencias o en los artículos de Life, o quizá fue porque necesitaba escapar del ambiente en el que había tenido que dar un hijo en adopción, o tal vez incluso porque albergaba en su interior una artista en potencia y sabía que aquello no podía brotar al sur de Nueva Jersey, ni al otro lado del río Delaware, en Filadelfia, que había que ir un poco más al norte, a la isla que Peter Minuit compró a los nativos por un puñado de dólares y que se convertiría con los años en el centro del mundo.

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En Manhattan enseguida se topó con una persona que cambiaría su vida, un joven de gran belleza, arrebatadora y femenina, con esa imagen bohemia que tendrán muchos de los hombres con los que Patti Smith trabará amistad o encontrará el amor–Tom Verlaine, Todd Rundgren, Allen Lanier, Lenny Kaye y el resto de su banda–. Cuando lo conoció él estaba tumbado en una cama, pálido y delgado. Cuando lo vio por última vez, dos décadas después, también estaba en una cama, también estaba muy delgado y muy pálido, a punto de morir por complicaciones derivadas del sida. En esas dos décadas, pero especialmente en los primeros diez años, Robert Mapplethorpe fue una presencia constante e iluminadora para Patti Smith. Ella enseguida tomó un camino propio, pero cuesta imaginar qué habría sucedido si no hubiera convivido con Mapplethorpe esos primeros años de miseria y esperanza. Con Robert, como ella le llama, conoció los hoteles de los yonkis y los sucios y baratos lofts del SoHo que olían a orín y cuyos suelos estaban infestados de suciedad y jeringuillas usadas; con Robert compartía un sándwich porque el dinero no llegaba para dos; con Robert robó comida y libros; con Robert iba a la puerta de los museos de Nueva York, aunque luego entraba solo uno porque no tenían pasta para dos entradas, y el que entraba tenía más tarde que contarle el museo al otro; con Robert cogía el metro en Canal Street y los dosatravesaban el East River, el Brooklyn patricio y el Brooklyn plebeyo y desembocaban de una manera casi mágica en el mar, en Coney Island, y una vez allí caminaban por el paseo marítimo, tomaban un perrito caliente y visitaban los barracones con espectáculos freaks del parque de atracciones o se hacían una foto que en una hora estaría revelada.

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Juntos empezaron a ser alguien en el mundillo artístico underground de Nueva York: Mapplethorpe con sus collages y luego con sus polaroids; Patti Smith con sus dibujos y después con sus recitales de poesía acompañada de música. En aquella época empezaron a frecuentar el Max’s Kansas City, el local de moda en Manhattan, donde si no estabas en la mesa de Warhol no eras nadie, aunque Warhol ya por entonces había sufrido el ataque de Valerie Solanas y no salía mucho a la calle. Las cosas comenzaron a ir mejor para ambos. Ya no tenían que robar un par de filetes de ternera para que Patti superara una fuerte anemia; a veces, incluso, les invitaban a comer. Ahora estaban bien asentados en el Chelsea Hotel, donde sin demasiado esfuerzo se establecían relaciones enriquecedoras con gente como Harry Smith, el investigador que elaboró una antología esencial de la música folk estadounidense en los años cincuenta y que residía como Smith y Mapplethorpe en una habitación del hotel, y numerosos músicos de rock que establecían allí su cuartel generalcuando tocaban en Nueva York –por ejemplo Janis Joplin o Allen Lanier, de Blue Öyster Cult, con el que Patti tendría un noviazgo–. En el vestíbulo del Chelsea, precisamente, conoce a Bob Neuwirth, músico folk, figura esencial de la escena musical de la Costa Este a finales de los sesenta y acompañante de Dylan, y gracias a su consejo –junto con el de otras personas– empieza a experimentar un proceso de transformación en sus inquietudes artísticas, pues va pasando de centrar sus esfuerzos en el dibujo a poner toda su creatividad y esfuerzo en una poesía cuyas influencias van de Rimbaud y Verlaine a los poetas de la Generación Beat, a algunos de los cuales conocía personalmente (como Allen Ginsberg, William Burroughs (con ella en la foto inferior), Gregory Corso y Jim Carroll), pasando cómo no por Jean Genet, ejemplo literario y vital para la joven artista.

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Pronto la poesía se acabará fusionando con la música. En un principio Patti Smith no pensaba en ser estrella del rock, se conformaba con salir con una, pero un recital poético en Saint Marks, la meca manhattaniana de la poesía declamada, acompañada por el guitarrista Lenny Kaye –algo a lo que el público de este lugarno estaba acostumbrado– la pone sobre la pista de cuál puede ser la fórmula del arte y del éxito. Del «spoken word» con fondo eléctrico a sus primeros conciertos el salto es natural; es más, ni siquiera hay salto, pues inicialmente Patti Smith se limitaba a recitar e improvisar textos sobre el colchón sonoro de Kaye y el piano de Richard Sohl. Casi sin darse cuenta mezclaba los versos iniciales de «Oath», uno de sus primeros poemas –«Jesus died for somebody sins but not mine»–, con un tema de Van Morrison y ya tenía «Gloria in excelsis deo», la canción que abre su debut discográfico y un buen ejemplo del estilo garajero y desgarrador de Patti Smith, ese protopunk que con apenas dos o tres acordes –bien aderezados con solos y riffs de guitarra y piano– comienza acariciando e,«in crescendo» termina golpeando como el puñetazo de un peso pesado, mientras ella medio recita y medio canta, con esa voz que tiene que a veces parece como si escupiera.

patty micro

En esas primeras canciones está todo el bagaje musical que ha ido cargando a su espalda Patti Smith desde que, siendo adolescente, su madre le regaló algunos discos de John Coltrane y ella se coló sin tener la edad mínima en uno de sus conciertos y disfrutó durante unos minutos –hasta que la echaron– de su cuarteto clásico. Ahí está, de manera más o menos latente o explícita, «Beggars Banquet», disco de los Stones que una tarde llevó Mapplethorpe a su habitación y que fue el canto del cisne de Brian Jones, cuya muerte tanto le impactó al conocerla en París. Aquella tarde Patti Smith quedó encandilada por «Sympathy for the Devil», y quién no lo haría. Ahí están los Doors y Jim Morrison, cuya tumba también honró en París y al que vio en directo en un concierto que quizá no le entusiasmó en el terreno musical, pero inconscientemente le marcó el camino a seguir encima de un escenario. Ahí está el «So you want to be a rock and roll star» de los Byrds, canción que terminaría versionando en sus conciertos e incluyendo en «Wave», el último disco que grabó antes de su huida de la música hacia una vida familiar en una zona residencial de Detroit con Fred «Sonic» Smith. Ahí están Dylan, Jimi Hendrix, Tim Hardin, su amigo Todd Rundgren y hasta Lotte Lenya, que estableció el canon para cantar a Kurt Weill y Bertolt Brecht ya la que conoció cuando hacía críticas para revistas de música. Toda esa música escuchada predispuso a la Patti Smith poeta y artista a convertirse en una estrella de rock y, junto con la experiencia vital en Nueva York y las personas que allí conoció, fue construyendo una educación sentimental inmejorable para ofrecer a la posteridad una música simple y directa, punk en este sentido, pero al mismo tiempo profunda y compleja en sus letras y única en su actitud. Patti Smith supo tamizar toda esa experiencia y cultura en una obra absolutamente personal y emocionalmente intensa, arrolladora y al mismo tiempo extremadamente sensible, que la elevó a los altares del rock en apenas cuatro años. Y ahí están «Horses», «Radio Ethiopia», «Easter» y «Wave» para que no se olvide.

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