Por NACHO CABANA
La culpa es una emoción que corroe y mediatiza el pensamiento y las consecuentes decisiones de aquel que la siente. Es también la herramienta utilizada por las religiones (especialmente por la católica y la judía) para que los fieles obedezcan sus preceptos y acepten los modos de vida y valores de la comunidad en la que se inscriben por nacimiento o voluntad.
La Culpa obra de David Mamet, estrenada en 2017 en Nueva York, juega no tanto (o no solo) con la naturaleza de la culpa como con la autenticidad de ésta o la veracidad de la causa que la provoca . Dicho de otro modo, se desliza el autor de Oleanna en esta ocasión entre la culpa con o sin causa, con o sin motivo real.
Y lo hace partiendo de otro apasionante tema que, en principio parece pertenecer a un ámbito distinto: el escarnio público al que los medios de comunicación primero y la sociedad después somete a un psiquiatra judío que fue incapaz de prever en sus terapias que uno de sus pacientes iba a ser capaz de agarrar un arma y cometer una masacre.
Una errata, un error en la interpretación de unas palabras del doctor (interpretadas como homófabas, además) hacen que se desate la marea mediática, el torbellino de acusaciones que amenaza con acabar con la carrera del protagonista y la vida social de su dependiente esposa. Y algo peor: la persona que ha crecido interpretando la realidad y las palabras de los demás en función de una culpa omnipresente tiende a sentir de manera automática que son reales los hechos que los demás le achacan y le crean una culpa en principio falsa que él, sin embargo, siente como real.
La ocultación primero y la revelación después de la verdad de lo acaecido en el argumento, la dosificación de esta información al espectador a partir de las relaciones alteradas que tiene el psiquiatra judío con su esposa y mejor amigo (un abogado) son los vertebradores de un texto que , cuando necesita anclar objetivamente los hechos recurre acertadamente a la abogada defensora del asesino serial que ha provocado el descenso a los infiernos del personaje central.
Juan Carlos Rubio, tras su exitosa puesta en escena de Muñeca de porcelana (que sigue haciendo bolos por ahí tras 3 años) acierta al mantener durante todo el primer acto de la función a los tres personajes principales en el escenario aunque no todos intervengan a la vez en todas las escenas que lo componen sin que el recurso cree confusión alguna en el espectador. Igualmente brillante y eficaz es el cambio súbito de escenario e iluminación (del realismo al blanco cegador) que en cierta forma representa el interior del psicólogo carcomido por la culpa; tanto mayor cuanto más luz hay sobre lo acaecido realmente.
Pepón Nieto aprovecha la sensación de desamparo que suelen transmitir sus interpretaciones para ganarse la empatía del espectador como víctima de la injusticia general y la culpa particular que le corroen; el popular actor resuelve con seguridad el personaje central de un texto en el que todos los demás caracteres son antes que nada vehículos para conducirle a él por los vericuetos de la culpa y la trama.
Ana Fernández está distante y correcta como la esposa mientras que Magüi Mira resuelve con soberbia el rol de antagonista casi mefistotélico que da al empujón final al psiquiatra a las raíces de su culpabilidad. Más discutible es el toque un tanto castizo y campechano con que Miguel Hermoso encarna al abogado amigo de Pepón Nieto, no muy propio de la sociedad USA.
Y aquí enlazamos con el principal problema de la función, que es en cierta forma el mismo que suelen tener buena parte de las obras de Mamet al representarse en nuestro país. Y es que los protagonistas, sus psicologías, sus conflictos y el mundo en el que se desenvuelven son intrínsecamente estadounidenses; sus conductas y reacciones pertenecen a una sociedad anglosajona, multirreligiosa y súpercapitalista alejada de la española. En La culpa, el ejemplo más claro está en el personaje de la esposa, cuyo destino final no se acaba de entender porque no está vendida lo suficiente (ni en el texto ni en el montaje) su dependencia de lavida social menguante y facilitada hasta ese momento por su esposo.
Como suele ocurrir en el teatro privado madrileño, la iluminación de Manuel Guerra y la escenografía de Curt Allen Wilmer (con la salvedad de esos momentos en que todo se convierte en una caja blanca de luz) y la música (sin firmar) no aportan demasiado ni ayudan por tanto tampoco a establecer una conexión con las coordenadas espaciales en las que viven los personajes y que son claves para entender su devenir. Es una trama verosímil al cien por cien en un universo estadounidense pero el espectador español queda lejos de creerse que Pepón Nieto sea realmente un psiquiatra judío y que estemos en los estratos altos de una ciudad estadounidense.
La ausencia de una referencia temporal concreta (hay móviles pero no redes sociales) añade una confusión que a buen seguro ya existía en el texto original al hacer depender el escarnio público exclusivamente de las mentiras de los periódicos sin que ni Twitter ni Facebook aparezcan por ningún lado.
Un texto brillante en las réplicas y en la construcción en estupenda traducción de Bernabé Rico que probablemente daría lugar a una buena película en la que esos “formateadores” de las ideas que son el espacio y el tiempo en el que se mueven los personajes estarían mucho más claros y, con ellos, el discurso que sobre la culpa desarrolla con técnicas de prestidigitador, Mamet.
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