Por Rubén Romero Sánchez
Tantos años estudiando en la universidad teorías y realizando análisis de obras artísticas, ya fueran literarias o cinematográficas, dejaron en mí una merma durante muchísimo tiempo: era incapaz de disfrutar desde la emoción muchos libros y películas, y solo lo hacía desde lo intelectual, lo cual ni siquiera es contagioso, pero te deja una sensación de incompletud. Todo empeoró cuando empecé a escribir crítica, hace dieciséis años. Leía libros y me resultaba indiferente la trama, solo buscaba los mecanismos a través de los cuales el autor había dado forma a aquel artefacto; veía una película y apreciaba más un contrapicado que una buena frase de un personaje; iba a la ópera con una libreta y, en lugar de dejarme llevar por la emoción de un aria, me ponía a garrapatear en ella mis esquemáticas impresiones sobre la puesta en escena para no olvidarlas cuando escribiera mi artículo. Sí, sé que es peor mendigar en la calle, pero eso tampoco era vida, se lo aseguro.
Hace tiempo me dije a mí mismo que tenía que volver a disfrutar del arte, aunque siguiera escribiendo críticas o reseñas o artículos o majaderías descontextualizadas. Desde entonces soy como un personaje de Cheever: creo, al menos, ser más feliz.
Este preámbulo viene a cuento del libro que nos traemos hoy entre manos: La célula de oro, de Sharon Olds, publicado originalmente en 1987, en pleno apocalipsis reaganiano, como nos recuerda Óscar Curieses en su prólogo, y publicado por Bartleby este año. Yo ya había leído la poesía de Olds publicada por esta editorial, así que sabía que me iba a encontrar una poética confesional, dura y áspera, cargada de sutiles a la vez que poderosísimas imágenes impactantes y, sobre todo, de una calidad fuera de toda discusión. Pero hete aquí que me pongo a leer y, como hacía tiempo que no me ocurría, el libro me causa una tremenda conmoción, sobre todo a través de latigazos como este: «deseé que todas las cosas estuvieran rotas y rígidas / como los ladrillos en la acera o tu amor por mí» en un colosal poema dedicado a la memoria de su primer amor, muerto a los 19 años. Y así todo. Olds se arranca las entrañas, las cubre con un poco de ironía, un poco de nostalgia y un poco de serenidad ante el tiempo ido y ante el porvenir ilusorio, y nos las entrega para que, como lobeznos asustados, las saboreemos con la ingenuidad de los iniciados: «[…] estoy / prestando atención a la belleza pequeña, / la que sea, como si fuera nuestra obligación encontrar / cosas para amarlas y así atarnos a este mundo».
El libro está dividido en cuatro apartados, en los que se parte de la desesperanza y el enclaustramiento y se desemboca, en una suerte de epifánica resurrección, en la posibilidad de la felicidad, en el asidero emocional de la vida por desarrollarse. En el primer bloque se cuentan historas de distintos personajes que nos adelantan temas centrales del libro, como son el amor o la falta del mismo, la ansiedad, el miedo, la pérdida y, sobre todo, la violencia; el segundo bloque se centra en la relación de abusos a la que sus padres sometieron a la autora, un ajuste de cuentas que acaba con el perdón como forma de re-construirse; en el tercero, el tema central es el sexo, las primeras relaciones, el lugar inocente al que no se regresa; el cuarto bloque, por último, aborda el tema de los hijos, el terror a la pérdida, la esperanza de la felicidad. Pues bien, he de reconocer que este poemario me ha conmocionado. Sí, y me ha hecho emocionarme hasta el punto de derramar alguna lágrima con más de un poema. ¿Cómo puedo yo, entonces, concretar lo aprendido en asignaturas como Teoría del Texto Lírico o Crítica Textual, hace casi veinte años, cuando los versos de La célula de oro me han sacudido las tripas como pocos libros a lo largo de mi vida? «[…] y de algún modo todo lo que hicimos, la / sangre, el punteado rosa de la cabeza, / el nácar líquido que sale de la hendidura, la / bondad de todo lo que hicimos llegaría / hasta aquí mismo, encontraría su floración en el mundo».
Magnífico, triste, brutal, asfixiante, esperanzador, pero sobre todo de una calidad a pueba de críticas. Vivimos en un momento de transición, donde tenemos tan pocas certezas que damos por válido prácticamente todo no vaya a ser que nos censuren o sirvamos en bandeja nuestra propia ignorancia, pero qué quieren que les diga: hay literatura buena y literatura mala; intento ser relativista, pero ante libros como este no me queda más remedio que ser tajante: este libro es bueno y la mayoría que se publican son malos, sorprendentemente malos. Vean: «cuando mi hijo está enfermo me siento en el borde de / la nada y me cuelgan las piernas / y a veces dejo caer un zapato / para entregarle algo». Así de sencillo, y a la vez así de complicado. Será que me estoy haciendo viejo o será que cada vez me hacen menos gracia las tonterías, pero la sabiduría que destila la señora Olds en cada poema, la sensación de que ha estado allí, de que conoce la verdad, es improbable que aparezca en autores muy jóvenes. Todos hemos sido jóvenes y todos hemos querido ser escuchados; pero antes de hablar hay que callar, y antes, sobre todo, hay que dejar que los que saben hablen.
La célula de oro, de Sharon Olds
Bartleby Editores
Traducción y prólogo de Óscar Curieses (ed. bilingüe)
233 páginas