Vio el sobre y aturullado se lanzó a por él, pero se contuvo antes de apresarlo. Lo estuvo mirando un rato, sin atreverse a tocar. Cuando lo hizo, cerró los ojos para olerlo. Olía a lo que había de oler, a misiva. Luego, echando mano de sus lentes, lo fue analizando con mucha parsimonia. Efectivamente tenía remite y remitente. Gozaba de cada letrita dibujada, antes de pasar a la siguiente. Habría apostado a que estaba escrita con bolígrafo de marca británica, y no de Taiwán. Sonrió. Un sello de los de antes, con un pavo real mirando asombrado al objetivo, orillaba una esquina. Y no había duda de que, tras mirar al trasluz, dentro había carta. Sí, hoy era un gran día. Entonces, finalmente, tras un suspiro que entró, subió, bajó y salió como Pedro por su casa, se puso en pie, cogió la bicicleta, su gorra, la cartera y, silbando, se fue a repartirla.

Ilustración de Juan Luis López
Ningún endiablado aparato de última generación me ha provocado nunca la maravillosa sensación que me provocaba ver una carta echada por el cartero por debajo de la puerta de la casa de mis padres. Lo juro. Un abrazo Miguelángel, siempre levantas emociones escondidas.
Las cartas, esos sobres que cambiaban nuestro ánimo, pero además el tuyo tiene añadidas a todas las sensaciones que provocaban ese giro final tan sorprendente.
Gran micro, me gustó mucho. Fuerte abrazo.
¡Jo, qué bueno! Con qué sencillez nos descubres el recuerdo de cuando recibíamos y mandábamos cartas. De las de verdad.
Abrazos.