Ayer me senté en la terraza de un café para terminar de leer el último libro de relatos de Murakami. Este escritor siempre me sorprende por su inteligencia para alargar o acortar las historias a su antojo y hacernos creer cosas increíbles. También me interesa esa mezcla de ingenuidad sintoísta y espiritualidad budista con la que define a casi todos sus personajes principales. Además conozco a un tipo que ha escrito una tesis y un ensayo sobre él, y que me cae muy bien.
A la media hora se me acercó una muchacha con un cuaderno y un rotulador en la mano, y me dijo que me había escuchado hablar por teléfono y quería hacerme un retrato mientras leía en alto algunas páginas de mi libro. La miré con curiosidad y pensé en la protagonista de la primera historia, Misaki Watari. Misaki se dedica a recoger a Kafuku a la salida del teatro. Kafuku es el actor que interpreta al tío Vania, ese personaje perdido en el mundo de Chéjov. Tanto Misaki como aquella muchacha se parecían físicamente a Sonia, la sobrina de Vania, un personaje esencial en el drama. En realidad allí todas las vidas eran vidas desesperanzadas, y no dejaban de girar sobre el amor y el odio, la cobardía y el heroísmo, la inocencia y la malicia, la realidad y la ficción, el cautiverio y la libertad.
La joven esbozó un retrato durante los tres o cuatro minutos en los que yo describí entre susurros a la veinteañera japonesa y su parecido con Sonia y ella misma. Luego me alargó la cartulina, dio un salto y se alejó lentamente camino de la plaza. Tras unos instantes de duda, me levanté y corrí tras ella.
No encuentro el parecido, le dije encogiéndome de hombros y mostrándole el dibujo. Es posible, rio ella con ganas, pero yo tampoco tengo mucho que ver con la muchacha de su libro. Lo que más me gusta es captar la voz de las personas a través de mis dibujos.
Y no me llamo Sonia.