Le cogieron el teléfono al quinto intento y por fin pudo reservar la habitación 306. Cuando se lo confirmaron, se estiró en el sillón, cerró los ojos y recordó aquella historia sobre la felicidad.
No dejaba de repetir el número durante el viaje en tren. El paisaje se mantenía inmóvil, con molinos de viento y horizontes interminables, pero él no lo veía, él sólo veía una ventana vacía. Hacía como que miraba, y hasta que saludaba a las personas que llevaba enfrente, pero en su interior únicamente tenían sentido un número, una habitación, una cama, la sábana que los había recogido para siempre. En su compañía había comprobado que el mundo se detenía y se desbocaba a la vez. Su fuerza disipaba la energía, sus cuerpos eran dos gotas que se amaban y se fundían, la sábana flotaba en un punto indeterminado del espacio.
En la sábana se había creado un solo cuerpo.
Cerró los ojos al tiempo que introducía la tarjeta en la ranura de la puerta, como si entrar en la habitación a oscuras posibilitara la obtención de un mundo iluminado por sí mismo. Observó la cama durante unos segundos, luego retiró la colcha azul. El mar rugía al otro lado de la ventana. Acarició la sábana, pero no sintió nada; aquella no era su sábana.
Salió al pasillo, caminó unos metros y comprobó que se había equivocado de habitación.
La suya había sido la 304.
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