Tú me leías a Gibran y yo me convertía en flor y tú en abeja, y el placer en medio.
Nos sentamos a escuchar a los insectos que llenaban el campo de sonidos. Se sabían los únicos habitantes de aquel mundo subterráneo. La luna se asomaba sobre la montaña en una especie de juego de la infancia que jamás lograríamos olvidar. Quizá tú y yo nos contáramos a la vez una leyenda mítica, de esas que intentaban explicar lo inefable. Era la búsqueda antropológica de nuestras conciencias. En algún momento cerramos los ojos. Parecíamos dos insectos, dueños de nuestra cabaña, solos en la Tierra, buscando el significado de la palabra serenidad. Ni siquiera necesitábamos tocarnos, palpar el presente y sentir que vivíamos en armonía.
Acercaste tus labios a los míos y la Historia se detuvo. Durante ese tiempo imposible pudimos escuchar el murmullo del viento y el ritmo de las olas de más allá del valle.