Por NACHO CABANA.
Aunque Jurassic World: el reíno caído es mejor que las dos secuelas de la película original juntas (El mundo perdido -1997- de Steven Spielberg y Parque Jurásico 3 de Joe Johnston), hemos de reconocer que el asunto de los dinosaurios no da mucho más de sí. El éxito de Jurassic World (2015) de Colin Trevorrow, su más inmediata antecesora, se debía a que usaba exactamente el mismo concepto que el film de Spielberg actualizando el software generador de dinosaurios así como su inserción en el mundo real. Y aunque (como se explica en el muy interesante documental Le complexe de Frankenstein de Gilles Penso y Alexandre Poncet) en Parque Jurásico (1993) de Steven Spielberg se utilizaron muchos más animatronics de lo que en su momento se vendió, la imagen digital fue básica para darle al film el “sense of wonder” que hizo que todos nos identificáramos con Laura Dern la primera vez que se enfrentaba a los diplodocus en cuestión.
Obviamente, después de los terabytes semanales de chatarra informática con que Hollywood llena sus blockbusters, nada de eso puede funcionar en el debut de Bayona en las grandes ligas como lo hizo hace 25 años. Por eso, Colin Trevorrow y Derek Connolly, los guionistas del actual film, aciertan en la primera mitad de la película que mañana se estrena al apostar por la épica de aventuras: los héroes regresan a la isla para salvar a las bestias clonadas de la erupción de un volcán. Toda esta primera parte es muy entretenida y acaba en un clímax angustioso y excelentemente rodado bajo el agua donde el infinito despliegue de medios se pone al servicio de la emoción.
El problema es que la historia se acaba ahí y, como queda aún más de una hora de película, la acción pasa a centrarse en dos planteamientos bastante bizarros; uno más o menos gracioso (la subasta de dinosaurios) y otro digno de la saga Transformers (la conversión genética de un dinosaurio en un arma militar) que afortunadamente sus inventores no llevan hasta sus últimas consecuencias (quizás lo dejen para la tercera parte). La acción pasa de esta forma de los espectaculares paisajes hawaianos a los estudios Pinewood de Londres y Bayona logra cuadrar solo a medias el círculo imposible de tener a un bicho prehistórico dentro de una casa y hacer como si de un asesino en serie se tratara aunque no logra que te creas que el edificio resista semejante trajín en su interior.
Y eso nos lleva de nuevo a una de los dogmas más molestos de los blockbusters gringos: la ausencia de sangre. Como los ejecutivos de los estudios piensan que los niños no pueden ver el líquido que les corre por las venas en una pantalla, se llega a absurdos como esa secuencia de Jurassic World: el reíno caído en el que un dinosaurio le amputa el brazo a un colega y no sale ni una gota de la bebida favorita de Drácula.
Jurassic World: el reíno caído es una entretenida película palomitera que afortunadamente restringe el ámbito de acción de la ineludible niña spielbergriana para que así no moleste (como ocurría en la filmada por Colin Trevorrow hace tres años) el normal desarrollo de la acción, y que, a la postre, se erige, en una bisagra entre el universo clásico de la franquicia y su evolución posterior que, nos tememos, la situará en los territorios del Kaiju Eiga.